Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Los indicadores de Presidencia anuncian un éxito contundente en reducción de la violencia y una importante gestión contra el crimen; “la cifra más baja de homicidios desde 1974”, escribió en su página oficial con solemnidad y orgullo patrio. Con esa retórica y frivolidad, sin contexto ni precisiones, pretende continuar su último tiempo en el poder con todos los embustes. No aclara, por supuesto, que esa reducción en delincuencia común, riñas y crímenes en ciudades abiertas se redujeron en los meses en que el país estero estaba en confinamiento, y que por lógica natural y sentido común los indicadores cayeron entre una falsa sensación de seguridad que después iban a estallar con la desbandada de una delincuencia que aprovecharía los primeros días de la apertura para reivindicarse. Los números y los índices actuales, que son escandalosos, no aparecen en sus registros y en su comunicado de victoria institucional. No se le ocurrió aclarar, como era de esperarse, las 74 masacres que han ocurrido en el último año de su gobierno y las 291 personas que cayeron acribilladas en ese espanto sistemático que no ha querido enfrentar por las conveniencias silenciosas de una política de raseros múltiples.
En sus comunicados oficiales de optimismo hace énfasis también en la “mayor erradicación manual de cultivos ilícitos, con más de 118 mil hectáreas y el desmantelamiento de más de 4 mil laboratorios”, sin aclarar los avances de la investigación contra su embajador estrella en Uruguay, Fernando Sanclemente, implicado en el descubrimiento de un laboratorio de tamaño industrial en uno de sus predios a pocos kilómetros del Aeropuerto El Dorado. Tampoco precisa, por conveniencia, los efectos catastróficos de una persecución cosmética a ese fenómeno sin fin que solo deja muertos dispersados por todo el territorio nacional mientras el país consumidor por excelencia, ahora abanderado por Joe Biden, ha empezado a asumir la derrota en esa guerra estúpida y sin resultados posibles.
Si hay indicadores generales que contrastan con las cifras apocalípticas de otras décadas, son efecto directo de un proceso de paz que nunca reconocerá por las obligaciones pactadas con su secta atragantada por el fango de sus excesos y abusos. No hace énfasis, jamás, en la reducción de militares heridos por la ausencia de un enemigo público y poderoso, ni hace relevancia en las zonas que han podido imaginar otro futuro alterno al reclutamiento forzado o a un destino militar sin elecciones, ni a los recursos que han podido dejar de invertirse en bombas y arsenales. No puede hablar de las virtudes de esas vidas salvadas y esa historia redimida por la inconveniencia de su discurso perdido, pero acude al maquillaje de otras fábulas para salvar su prestigio denigrado por su propia incompetencia. Mientras intenta vender con cifras extrañas los progresos de su gestión, su partido lo ha empezado a olvidar para posicionar la imagen de su próximo súbdito: el hijo del señor de las sombras que tendrá el único fin que han tenido los ungidos por su nombre: distorsionar la historia, indultar a los culpables y negar todos los muertos.