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Por asuntos puramente personales, hace unos años decidí no usar Twitter ni esta columna para calificar lo que pienso de Álvaro Uribe Vélez. Hoy pongo a un lado mi promesa y espero que la realidad no me dé más motivos para volver a hacerlo.
Creo que los ciudadanos deberíamos romper la neutralidad cuando de una difamación se trata, y más aún si proviene de una figura consciente de las masas que mueve, las pasiones que provoca y las reacciones que, siempre impredecibles, pueden acabar con la vida de sus focos de odio. Cuando escribo acabar, hablo de matar.
Rechazo el comportamiento del senador y las explicaciones reforzadas de sus seguidores para justificar que hable de Daniel Samper como un criminal. Ahí no hay un color gris, por el contrario, lo que veo es un hueco negro, sin fin, asustador. Especialmente eso último porque yo sí siento miedo, lo confieso con vergüenza, y es una de mis razones para omitir de mis registros públicos el nombre del funcionario incriminador. Ojalá esta vez la justicia no brille por su ausencia.
Dicho eso, varias cosas han llamado mi atención. Por un lado, la ira contra los medios de comunicación, que no es un fenómeno nuevo, como tampoco la ausencia de autocrítica en el universo de los periodistas. En esa medida, vuelvo a proponer un análisis profundo de nuestro rol en una sociedad que se debate entre sus deseos de venganza y la esperanza. Que tire la primera piedra el colega que se sienta ajeno a la responsabilidad de atizar fuegos o de apagarlos para no incomodar a ciertos protagonistas de la historia. Yo no la tiro, ahí mi mea culpa.
Por otro lado, vuelve a quedar en veremos la discusión sobre la libertad de expresión, como vagamente ocurrió cuando mataron a los caricaturistas de Charlie Hebdó. Entra en esa disertación el arma del humor y la sátira que, obvio, nunca será usada por quienes sienten que la idolatría es el camino. Los enemigos de Jaime Garzón, por ejemplo, inventaron que se repartía con las Farc la plata de la liberación de secuestrados, y no vi nunca a ninguno de los que decían adorarlo desmentir la acusación con vehemencia. Jaime sabía que joder al poder, sin excepciones, podía ser su condena.
Daniel no es igual a Jaime como tampoco el humor que cada uno creó, pero sí se parecen en que se volvieron blanco de un sector del poder. ¿Que la burla tiene límites? Es posible. Creo que nadie tiene derecho a ofender, incluso si se trata de alguien amigo sin medios a su haber. Pero la respuesta no puede ser inventarle porquerías y mentiras a quienes usan su pluma o su voz para caricaturizar la realidad y a los colegas que han tenido el valor de denunciar.
Por último, me llama la atención el resto de la sociedad que insulta y cree que la culpa está en todos menos en cada uno de sus integrantes. Médicos, columnistas, empresarios, abogados, arquitectos, estudiantes, sindicalistas, amas de casa, desempleados, cierren los ojos un minuto y piensen cómo han contribuido a la degradación del debate. Los invito a que nos miremos el ombligo y por una vez reflexionemos si somos o no responsables del estancamiento de ideas creativas y bondadosas.
Pensemos cómo es que llegamos hasta aquí y al borde de que las ilusiones por un mejor país nos sean arrebatadas por un puñado de radicales. Si no hacemos un acto de contrición, de golpe terminamos admitiendo como verdad que los malos son más. Termino con esta frase de Gandhi: “Lo más atroz de las cosas malas de la gente mala es el silencio de la gente buena”.
* Periodista. @ClaMoralesM