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Desde lejos veíamos a 10 o 12 hombres luchando contra un enemigo invisible. Jalaban, con un esfuerzo excesivo, lo que parecían unas cuerdas atadas al oleaje creciente. Se asemejaban a una especie de mímica grotesca. Las nubes bajas, grises, mostraban la playa como un escenario opresivo en el final de tarde. Al acercarnos vimos a los hombres anclados, con los talones hundidos en la arena, peleando contra un mar que intentaba llevarlos al agua. Los primeros en las cuerdas tenían el mar a la cintura y tragaban agua en medio de la risa de sus compañeros ubicados atrás en la cuerda de arrastre. Por momentos jalaban al ritmo del grito del guía, un viejo recio al final de la fila, y por momentos se burlaban de los golpes y revolcones a los que los sometía ese tirano conocido.
La lucha era por traer a tierra una red que formaba un chinchorro de unos 200 metros de largo. Las dos cuerdas sostenían los extremos del chinchorro y la red hacía la batea en el centro para servir de trampa para el arrastre de los peces hasta la playa. Nos paramos a mirar la faena de pesca con el aire atolondrado de los turistas y el teléfono dispuesto para la foto. Los “equipos” a lado y lado de las cuerdas —uno tenía camisa del Unión y otro del Júnior en cada fila— perdían pita frente al agua, intentaban recobrar pero la “cometa” se iba mar adentro. Ya mirábamos ansiosos los gritos, las órdenes cruzadas, los reproches de los hombres que se habían puesto los guantes para el combate que pintaba duro. El mar de Conrad puede aparecer en una caminata de turista, basta el forcejeo de una docena de hombres para encontrarle una dimensión distinta al mar, para ver “el carácter del enemigo” y un asomo de desastre, un inesperado naufragio de pescadores de playa: “El gris de la entera superficie inmensa, los surcos del viento sobre los rostros de las olas, las grandes masas de espuma, arrojadas las unas contra las otras y ondeando, como enmarañados mechones blancos, le dan al mar, en medio de un temporal, una apariencia de cana edad, deslustrada, mate, sin destellos, como si hubiera sido creado antes de la luz misma”.
De pronto ya estábamos en el equipo de una de las cuerdas, jalábamos desde atrás y recogíamos la red que se iba recuperando. Comenzábamos a ganar cuerda. Hacíamos fuerza desde lo que podría llamarse la suplencia, pero sumábamos luego de vencer el pudor de inutilidad e ineptitud de los citadinos en esa faena inesperada. Los pescadores nos miraban con algo de agradecimiento y condescendencia. Se regó la noticia de que el chinchorro se podía perder y llegaron las mujeres a jalar su parte, otros dos turistas ya lo hacían desde la suplencia y de pronto el mar pareció más blando y comprensivo. Ahora las dos orillas no amenazaban con juntarse y causar un enredo imposible, ni el chinchorro iba mar adentro. Comenzaron a llegar algas, ramas, plásticos engarzados en las cuerdas, era claro que la red se había salvado y había una expectativa por la pesca como un extra luego del susto de la tarde. Las mujeres gritaban señalando el agua que palpitaba y los niños llegaron con los baldes. Unos 100 pescados brincaban en la playa, la mayoría eran del tamaño de la palma de la mano y los llamaban peces toro. Un pez sable de unos 70 centímetros marcaba la diferencia, su nombre era suficiente para admirar su brillo. Los hombres nos ofrecían algunos peces mientras nosotros devolvíamos al mar los más pequeños. Parecíamos unos niños y los pescadores nos daban esas pequeñas monedas como si fueran amuletos para pedir un deseo. En menos de media hora habíamos pasado del heroísmo a la recompensa infantil. Fue sin duda la mejor tarde en la playa, una simulación de marineros con final pueril y dos ampollas.