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Hoy se repite como un mantra carente de sentido que el fin del conflicto entre Israel y Palestina debe pasar por la creación de dos Estados diferentes, reconocidos por todos los miembros de la comunidad internacional y con fronteras claramente delimitadas.
Repetir, sin embargo, no significa adherir. Cada vez resulta más evidente que quienes creen en una solución biestatal constituyen una minoría impotente, que carece de influencia diplomática (y militar) real en el Medio Oriente y cuya única posibilidad de incidencia es la denuncia ante el mundo de la injusticia secular que padecen los Palestinos. Los mandatarios influyentes de Europa repiten el mantra, pero hay una tendencia a aceptar entre bastidores que la solución de dos Estados ya es letra muerta.
Israel controla cerca del setenta por ciento del territorio de Cisjordania. Desde que Benjamin Netanyahu asumió el poder en el 2009, y siguiendo la ruta trazada por Ariel Sharon, más de medio millón de colonos israelitas se han instalado en Cisjordania. Mahmoud Abbas es un político experimentado, pero su autoridad sobre los Palestinos no se asemeja en nada a la que detentó Yasser Arafat quien, al contrario de Abbas, sí podía imponer y hacer respetar sus decisiones a los grupos moderados y radicales palestinos. Por último, la izquierda israelí, que durante muchos años abogó por un acercamiento, se encuentra desmembrada y es prisionera de un discurso anti-terrorista nutrido por la derecha que, desde los Atentados a las Torres gemelas y la Segunda intifada, consiguió alterar los términos del problema ante la opinión internacional: la cuestión ya no gira en torno a una ocupación territorial ilegal israelí, sino en torno a la lucha antiterrorista contra el extremismo musulmán. La resolución 242 del Consejo de seguridad, adoptada después de la Guerra de los Seis Dias, en virtud de la cual se rechazaba explícitamente la « inadmisibilidad de la adquisición territorial gracias a la guerra », es un documento olvidado, que constata la incapacidad del sistema internacional para asegurar la paz y la seguridad en el Medio Oriente.
A todo esto hay que agregar que el panarabismo, que un día puso en jaque a Israel y a sus aliados en el mundo, es un movimiento exhausto y con poco que ofrecer en el futuro. El conflicto entre Palestina e Israel ya no es la matriz de las crisis de la región. Lo que antes parecía ser un enfrentamiento entre Israel y el resto de los países árabes, se circunscribe ahora a un escenario de crisis humanitarias en Cisjordania y la Franja de Gaza que no afectan al conjunto de las relaciones multilaterales de la región. Por otra parte, las monarquías del Golfo coquetean con Jerusalén y Tel-Aviv para evitar el crecimiento de la influencia iraní en el Medio Oriente y el Asia Central. Esos acercamientos ambivalentes pueden terminar por condenar al olvido a los Palestinos.
Bajo la mirada impotente de la comunidad internacional y de las principales instituciones multilaterales, Israel está borrando a los Palestinos de la faz de la tierra. Si Palestina está condenada a desaparecer frente a las victorias militares y diplomáticas de su enemigo, Israel, como ya lo he dicho aquí, está condenado a destruir su democracia para convertirse en un Estado Shin Beth, y cargar con la vergüenza de repetir el aniquilamiento deliberado de un puñado de los hijos de Adán.
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