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María Isabel Corredor va a cumplir 80 años el próximo 22 de agosto. No la conozco personalmente, no sé mucho de ella ni de su lucha personal en esas ocho décadas, pero me conmueve lo que representa en su anonimato, en su indefensión de hoy y en la resignación silenciosa que ha significado su vida.
Nació en El Cocuy, Boyacá, en 1940 y 20 años después llegó a Bogotá a trabajar como sirvienta (así se decía en aquellos tiempos) a una casa en el barrio Palermo. Allí, al cabo del quinto año, quedó embarazada de uno de los hijos adolescentes de esa familia, un estudiante de Economía y Derecho de la Javeriana. Para ocultar esa transgresión grave a la férrea moral clase media pero sobre todo a la intocable estructura de castas, los patronos le consiguieron un puesto de doméstica en Cali, donde otro familiar, y allí pasó casi toda la preñez. Faltando pocos días para alumbrar, y por torcer el vaticinio de una bruja de que ese hijo que ella tendría de alguien muy famoso se lo irían a arrebatar al poco tiempo de nacido, huyó a Bogotá. Llegó a vivir por los lados de Usme, donde unos parientes, y en septiembre tuvo a su bebé en La Hortúa. Luis Alfonso, lo bautizó.
Con ese temor de que le quitaran al hijo, prefirió no pedir dinero al padre y mandó al niño a vivir con los abuelos en una zona rural de Caldas, mientras ella seguía como criada en la capital, aunque también como empleada de una cigarrería y luego de una panadería. El abuelo obtuvo un trabajo como administrador de fincas en la sabana y se vino con todos para Sesquilé, primero, y luego para Subachoque y El Rosal. Luis Alfonso se levantó entonces como peón de finca, madrugó con el azadón al hombro y también fue a estudiar a una escuela rural de Zipacón, sin saber que su papá era el ministro de Educación del país; el ministro más joven de toda la historia.
Luego fue embajador en Italia, y al volver de allí consiguió que el párroco de la iglesia San Cosme y San Damián, en el barrio Antonio Nariño, empleara a María Isabel como doméstica, y les diera techo y comida a ella y a su hijo. Mes a mes, comenzó a enviarles dinero por medio del cura y esporádicamente iba a visitar al muchacho, quien respetuosamente le decía “el doctor”. Un día le pidió que no lo llamara así. “¿Cómo le digo entonces?”, preguntó el chico, de unos ocho años, y el otro respondió simplemente: “Puedes decirme Luis Carlos”.
En 1980, María Isabel se fue a vivir a Bucaramanga con un Luis Alfonso de 15 años que resultó muy maquetas para el estudio. Por medio de un abogado, Luis Carlos siguió haciéndoles llegar el dinero del sostenimiento. Para entonces ya tenía claro que su destino era la política y su aspiración, ser presidente. Fundó un partido cuya bandera era la renovación moral, la persecución a todo lo torcido, lo indebido, lo oscuro, y se aseguró una imagen pulcra, bienintencionada y de hombre de familia. Y lo era, seguramente que sí, pero con una contradicción medular en su vida de haberse saltado, por un fogonazo a los 21, el abismo de las clases sociales y luego escondido con todo el pavor la consecuencia no deseada de esa noche de fines del 64.
A mí, como su votante en una ocasión, me hubiera engrandecido su perfil humano, y el público, saber que no era ese líder insípido, incombustible, casi seráfico, en el retrato del eterno aconductado que se procuró, y que además se atrevía a desafiar la doble y triple moral dominante al reconocer y darle apellido a un hijo bastardo (otro término que rigió hasta no hace mucho). No lo hizo; no se atrevió y, por el contrario, claudicó. Y lo mató el país mafioso en Soacha, un 18 de agosto del 89, aunque ya lo había matado el país político un año atrás cuando les abrió las puertas de su movimiento a muchos indeseables cuestionados antes.
Cuenta Luis Alfonso que previo a la muerte, un par de días no más, le mandó a María Isabel una lavadora por su cumpleaños, junto con la mesada que aún le hacía llegar. Cuatro años antes, le había escriturado un apartamento en El Cortijo, un barrio estratos 2 y 3, en Engativá. En 1993, ya convertido en abogado de la Libre, donde estudió en la nocturna, Luis Alfonso se metió a dar la pelea por el apellido, hasta conseguirlo en el 97.
Por una decisión íntima, no conversada ni compartida, en un dolor de viuda que nunca fue, María Isabel decidió no organizarse con nadie y seguir fiel a ese recuerdo que le cambió la vida pero que la escondió con un terror tormentoso y le dio un dinero mes a mes hasta el instante final, cuando las balas de Pablo Escobar le cortaron los sueños.
Hace un par de semanas, y luego de intentar hablar sin éxito con sus hermanos medios, ya políticos famosos también, Luis Alfonso envió un derecho de petición al Fondo de Jubilaciones del Congreso para pedir que una parte de la pensión de su padre, que hoy recibe Gloria, su viuda, le llegue a María Isabel. Según él, no exigió porcentajes sino al menos el gesto simbólico de recibir algo. “Por solidaridad, por la amistad que los unió hasta la muerte, por un hijo que ella le dio”.
Es esperable que la respuesta sea una negativa pues la ley hoy solo concede derechos a compañeros permanentes con convivencia probada en el tiempo, pero también es altamente probable que el caso tome un rumbo jurídico que podría en un plazo incierto derivar en una jurisprudencia al respecto, a favor o en contra.
Quise contar esta historia, que es una gran novela de no ficción, porque veo el rostro de María Isabel Corredor repetido en miles, en decenas de miles de mujeres de este país cuyo proyecto de vida nunca floreció más allá de la maternidad, jamás trascendió por determinismos de la exclusión social colombiana y por decisiones que sobre su vida tomaron otros, y ella sucumbió y se resignó de muchas maneras a esa voluntad de Dios y del resto.