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La crítica literaria en Colombia

Julio César Londoño
05 de septiembre de 2015 - 02:42 a. m.
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Algunos piensan que la historia de la crítica en Colombia tiene tres hitos cosmopolitas: que empieza con esa catedral de la lengua que Rufino José Cuervo erigió en París (El diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana), se vuelve sofisticada y mundana en Buenos Aires con Baldomero Sanín Cano (Divagaciones filológicas) y toma la forma de una sinfonía babilónica en siete idiomas en México D. F. a través de la bífida lengua de Fernando Vallejo (Logoi).

Estos tres polígrafos creían ser críticos, pero en realidad eran filólogos, id est, aplicados notarios de la lengua. Es por esto que aún erran extraviados en los eruditos laberintos de las declinaciones y las gramáticas comparadas.

Yo creo que el ensayo literario empieza en serio a principios del XIX con Luis Tejada; con El humo, La nariz, La cola, El traje del hombre débil, Biografía de la corbata, La canción de la bala… son piezas brevísimas publicadas primero como columnas de periódico y compiladas luego bajo el rótulo de “crónicas” porque nadie sabía cómo llamarlas. A Tejada no le bastó la originalidad: agregó especulación, ternura y síntesis en proporciones exactas, y salpimentó la mezcla con una pizca de discreta perversidad. En su elogio a la gente simple, Los que lloran en el teatro, Tejada se compadece del crítico, muy avisado para conmoverse en el teatro y demasiado sensible para disfrutar las tragedias reales de la vida, “actos que solo algunos muy raros asesinos refinados saben apreciar”.

Valencia Goelkel tenía un ingrediente vital del buen crítico: hiel. “Cuando la gente sale diciendo qué buena fotografía, significa que la película es mala; decimos qué buena prosa cuando en el libro carece de estructura; qué buenas descripciones cuando los diálogos son ineptos; decir que la virtud central de Carrasquilla es su casticismo, es la más torva forma de la injuria”.

Siguiendo el modelo de las reseñas de Borges, el altísimo, R. H. Moreno-Durán escribió textos críticos deliciosos en los años 90 en el Magazín de El Espectador. La fórmula era perfecta: refritaba un cuento ilustre, digamos La playa de Falesá de Stevenson, y en un recuadro ponía al Autor in fábula: datos biográficos + una anécdota + teoría literaria + sinopsis argumental + contexto histórico + la opinión personal de R. H. ¡Y todo en míseras 500 palabras!

William Ospina ha escrito decenas de ensayos rutilantes (yo le robo algunas líneas de tarde en tarde), pero en 1995 hizo algo que asombró incluso a las inteligencias más artificiales: ¡una poética en verso de la ciencia ficción! De esas tres páginas, extraigo unas líneas: “… Le dije que la ciencia ficción, aunque aspire al futuro/ permanece atrapada en los vicios mentales del tiempo en que fue escrita/ limitada por ellos./ Que el improbable porvenir los leería a él y a Pohl y a Lem/ y al terrible K. Dick, y a Ballard y a Heinlein/ como delicados narradores de cuadros de costumbres”.

Si hubiera que rescatar un libro del holocausto final, elegiría Paisaje con figuras de Antonio Caballero. Contiene entrevistas encuelladoras a varios minotauros (Czeslaw Milosz, Antony Burgess, Henry Moore, Milan Kundera, Gabo, Borges), artículos luminosos sobre pintura y varios ejemplos del arte de la injuria: “Mutis es un gran tipo y un buen titulador… Ospina es nuestro futuro Octavio Paz… Barba Jacob tiene tres poemas buenos, lo demás son versos para borrachos… En Colombia no hay pensadores, apenas buenos opinadores: Sanín Cano, Maya, Arciniegas, Zuleta, Gómez Dávila. El problema estriba en que a los latinoamericanos el ruido no los deja percibir el sentido”.

Así será, me digo, sobre todo si lo dice un ruidoso insigne, como Antonio.

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