Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Estos días signados por la incertidumbre nos acercan al pensamiento de los antiguos griegos. La escritora española Rosa Montero recordaba en una columna el pasaje de la Ilíada en el que Aquiles, llevado por el deseo de venganza, da muerte a Héctor y luego, montado en su carro de guerra, arrastra el cadáver del héroe troyano. La escena siguiente, en la que Príamo, padre de Héctor, suplica de rodillas por la entrega del cadáver insepulto de su hijo ante su airado enemigo, conmueve a los lectores desde hace más de dos milenios.
Esta escena nos recuerda que en las sociedades humanas en distintos marcos geográficos y temporales los cuerpos inanimados sí importan pues la muerte tiene una naturaleza comunitaria. Cada grupo humano tiene protocolos y rituales para su disposición final. Hoy presenciamos situaciones cercanas muy dolorosas que, como en las tragedias griegas, nos hacen saber que somos espectadores de un drama en desarrollo: el nuestro.
Hace pocos días en Barranquilla dos mujeres indígenas fallecieron por causas distintas al coronavirus y sus cuerpos fueron cremados de manera precipitada, inconsulta y arbitraria generando una devastación emocional entre sus familiares y en la propia colectividad humana en la que ellas nacieron y desenvolvieron sus vidas. Esta decisión no se basó ni en ley ni en los protocolos establecidos pues en Colombia puede escogerse entre la inhumación y la cremación. La Organización Mundial de la Salud ha recomendado de manera inequívoca “evitar la precipitación en la gestión de los muertos por COVID-19” y pide a las autoridades “abordar las situaciones caso por caso, teniendo en cuenta los derechos de la familia”.
La ministra del Interior, Alicia Arango, lamentó ante el Congreso este hecho cruel y desconsiderado al que calificó como “un error gravísimo” que no debería repetirse. Los cuerpos muertos entre los wayuu deben ser sometidos a un primer y a un segundo entierro cuyo sentido es suprimido de manera radical al ser destruidos. No se trata de simples “usos y costumbres”, entendidos como actos caprichosos y banales basados en la repetición, sino de auténticas ontologías y cosmologías amerindias que regulan las relaciones entre los humanos y entre estos y los agentes inmateriales llamados en el cristianismo “almas” o “espíritus”.
Un grupo de especialistas colombianos en bioética han planteado estas situaciones en un ensayo esclarecedor llamado: Necroética: el cuerpo muerto y su dignidad póstuma, publicado en la revista Repertorio de Medicina y Cirugía. La dignidad póstuma para ellos es “el valor reconocido al cuerpo sin vida de la persona, el cual constituye su memoria y la de su red de relaciones significativas, de lo cual se deriva una actitud de respeto a sus valores, creencias, preferencias religiosas, ideológicas y éticas, así como de su integridad, tanto física como ideológica”.
Las autoridades están obligadas a evitar que bajo el pretexto del COVID-19 se vulneren derechos fundamentales de las personas y se establezcan dictaduras sanitarias pues, como lo afirman los especialistas citados, “el tratamiento dado al cadáver y sus componentes refleja la consideración y el respeto que en vida se tienen por las personas y las comunidades”