La ecuación de la fe

Julio César Londoño
31 de marzo de 2018 - 02:00 a. m.
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A las religiones se les puede atribuir lo bueno y lo malo. Son todo para todos, como dijo el apóstol plagiando a Hypócrito, el cínico que vivía diagonal de Parménides, pero Hypócrito se refería al Destino, esa deidad sin responsabilidades (los griegos, recordemos, adoraron la esfera y la fatalidad; los católicos, el triángulo y la fatalidad; los cristianos, la cruz y la fatalidad; los budistas, el octaedro y la fatalidad. Somos, para seguir con Hypócrito, “fatalmente geómetras”).

Las religiones produjeron las primeras cosmologías, los primeros códigos y los primeros libros de historia. Ahora luchan, obstinadas, contra los nuevos modelos del universo, los nuevos códigos y las nuevas lecturas de la historia. De los rituales religiosos salieron la tragedia, la música, la danza y quizá la poesía, hijas todas del pavor cósmico. De las escuelas catedralicias salió la universidad y de aquí sus archirrivales, la ciencia y el humanismo.

La humanidad se divide entre los que aman la religión (la fatalidad, un orden divino) y los que confían en la ciencia (la esfera, el orden íntimo y matemático de las cosas). La ciencia tiene una mirada pretenciosa y humilde a la vez. Quiere cifrar el universo en una fórmula total. También quiere ser todo para todos, pero es humilde en su método, en su paciente ensayo y error. Las religiones son soberbias, como corresponde al talante de los dioses. Si ellos son los autores del universo, ellos son la fórmula, el principio y el fin. O como dijo el altivo hebreo, “Soy el que soy”.

Los que confiamos en la ciencia (a pesar de todo) agradecemos que un pequeño disco blanco tenga el poder de librarnos en instantes del dolor, y esos vastos frescos teóricos que explican la genética con cuatro letras, el milagro de la evolución con un mecanismo lógico y natural, y las trayectorias de los astros y los caprichos de las partículas con un haz de ecuaciones.

Los creyentes tienen cifradas todas sus esperanzas en la justicia divina (piensan al revés de Ciorán: como se sabía pecador, siempre supo que su única posibilidad de salvación radicaba en que Dios fuera injusto… y lo premiara con el Cielo). El creyente sabe que solo una mente monstruosa puede regir el azaroso movimiento de las partículas y ordenarlas en forma de flor, pájaro o estrella, y atenuar las ambiciones de los hombres para que no le conviertan la Creación en un infierno cubista.

Yo prefiero un mundo regido por preceptos laicos porque confío más en el astrofísico que en el astrólogo, sé que el peor código civil supera al mejor Levítico y a la Sura más profunda, prefiero ser apuñalado por un cirujano que escupido por un chamán, y no tengo ninguna duda de que los derechos humanos son más generosos que las religiones porque se ocupan también del perro y del árbol, del agua y del aire, no como esos decálogos narcisos que solo se ocupan del hombre y de Dios, (como quien dice, ¡de potencia a potencia!).

Con todo, agradezco que existan las dos versiones, la del científico, con el rigor de su método, la elegancia y la economía de sus modelos, y esa actitud suya capaz de aunar la audacia y la humildad, y la versión del sacerdote, con sus orbes de magia y delirio, con sus patriarcas ebrios de Dios, con sus dioses lascivos, con sus dioses continentes, con sus versículos sabios o absurdos pero siempre poéticos.

Si no existieran estas dos miradas, el mundo sería más pobre: solo coros angélicos, o solo ecuaciones. No tendríamos, para citar una pérdida, ese duelo perfecto entre Einstein y Tagore, Diálogo de dos extranjeros que toman café en un salón de Berkeley, un poema que todos debemos leer antes de que las trompetas del Apocalipsis hagan retumbar de espanto la bóveda celeste.

 

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