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Tal vez lo más odioso del antiguo régimen (la Colonia para nosotros o la monarquía para los europeos) era que la suerte de las personas dependía de su nacimiento. Lo que los padres eran, o habían sido, marcaba irremediablemente el curso de la vida. Las clases se reproducían a sí mismas y la movilidad social era nula o casi. Las revoluciones modernas quisieron acabar con esta suerte ineluctable de la cuna y se comprometieron, a través de sus constituciones y sobre todo de una educación pública igualitaria y gratuita, a garantizar el principio de igualdad de oportunidades para que, en la medida de lo posible, el destino de las personas dependiera más del esfuerzo.
En Colombia uno tiene a veces la impresión de no haber salido todavía del antiguo régimen. La suerte no es tan forzosa como lo era antes, es cierto, pero, en términos generales, sigue dependiendo de la cuna. Eso se debe, en buena medida, a que la educación no garantiza movilidad social. El sistema educativo es hoy mucho más amplio y, cuando se trata de estratos bajos y medios bajos, tener un diploma de bachillerato o universitario puede cambiar considerablemente la suerte de una persona. Pero esa movilidad es puntual y reducida.
En términos generales, tenemos un sistema de segregación educativa: los hijos de los ricos estudian juntos y reciben una educación de buena calidad, y los hijos de los pobres estudian juntos y reciben una educación mediocre o mala. Esta situación, que no es otra cosa que un apartheid educativo, es particularmente grave cuando se trata de los campesinos. Hasta la mitad del siglo pasado los niños del campo tenían un bachillerato reducido a la mitad (tres años en lugar de seis) y se les enseñaba más religión que historia o geografía. Los campesinos eran ciudadanos de segunda clase que solo parecían aptos para enlistarse en el Ejército o ser peones de fincas.
Formalmente la situación ha cambiado y la educación básica es hoy igual en el campo y la ciudad. Pero sustancialmente las diferencias siguen siendo enormes. Tenemos dos millones de estudiantes en el campo; de cada 100 niños que ingresan a la escuela, solo 40 terminan primaria y de esos solo cinco terminan la educación básica. La mitad de los colegios no tienen sino hasta quinto año y el analfabetismo rural es casi del 13 %, mientras que en el país es de 5 %.
Pues bien, esta situación, que ya es gravísima, se ha empeorado con la pandemia. He vivido buena parte de este año en una vereda del municipio de La Ceja, a una hora de Medellín. Esta es una zona próspera y con buenos servicios públicos. Pero incluso aquí, tan cerca de Medellín, he podido ver las dificultades que tienen los niños campesinos para conectarse vía internet y mantener un aprendizaje regular. En 2018 solo el 4,3 % de los hogares rurales contaban con conexión a internet fijo, en comparación con el 50,8 % en las zonas urbanas. Los niños pobres, y sobre todo los niños pobres del campo, están pagando un precio demasiado alto en esta pandemia (las madres campesinas también).
El menosprecio que nuestras élites gobernantes tienen por el campo y sus habitantes no tiene justificación moral, ni legal, ni constitucional, porque simplemente no puede haber ciudadanos de segunda clase. Pero, además, se trata de un desprecio absurdo y contraproducente, y eso debido a que el narcotráfico y la violencia, que están en buena medida ligados al campo, se incrementan con la falta de oportunidades que tienen los jóvenes campesinos, algunos de los cuales se rebelan ilegalmente contra la fatalidad de la cuna que les impone la sociedad.