La historia y el historiador: en defensa de la academia

Adolfo León Atehortúa Cruz
24 de noviembre de 2017 - 04:00 a. m.
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La sociedad es considerada un tejido complejo de relaciones humanas cuya interacción se dirige a fines conforme a reglas relativamente establecidas y con capacidad para actuar sobre sí misma y engendrar su porvenir y hasta su memoria. En este sentido, no es una simple suma de individuos sino un sistema formado por su asociación interdependiente, política y cultural, cuyos roles construyen y representan una realidad con características y significados propios.

La historia tiene por objeto comprender la sociedad en su presente y su pasado, a partir del conocimiento de los hechos que constituyen y construyen su dinámica, su paso y transcurso por el tiempo. La historia, ha dicho Pierre Vilar, no puede ser un simple retablo de las instituciones, ni un simple relato de los acontecimientos; debe ocuparse de los hechos que vinculan la vida cotidiana de los hombres a la dinámica de las sociedades de las cuales forman parte1.

Aún a finales del siglo XIX se discutía el carácter de la historia como producto de la “conciencia” o de la “voluntad” humana. La vieja ideología alemana reclamaba su ascendencia sobre la posibilidad de crear representaciones justificadoras del poder del capital. En cierta forma, los historiadores del siglo XIX fueron para la burguesía lo que Miguel Ángel fue para la iglesia o Velásquez para la corona española: su producción legitimó el poder existente, se encerró en sus convenciones, se convirtió en su prisionera.

En ruptura con el positivismo, los nuevos historiadores plantearon desde el siglo XX la relación sujeto-objeto en el mundo histórico, levantada frente a la reflexión epistemológica kantiana. Relacionaron la filosofía con la ciencia histórica, lo subjetivo y lo objetivo. Aceptaron la posibilidad de múltiples interpretaciones y explicaciones sobre un mismo hecho histórico, así como el deber de repensar y reformular la historia. En concepto de Adam Shaff, se hizo innegable la presencia de la subjetividad en la investigación histórica y con ello el asombro teórico que provocaba2. La presencia del ser humano en las cosas hizo posible comprender la realidad histórica: cada historiador pertenece a su época y está vinculado a ella por las condiciones mismas de la existencia humana.

El ser humano entró, entonces, en la historia; se convirtió en su protagonista y al tiempo en gestor y responsable de su propia exégesis. No era el “espíritu”, no era la “conciencia”, ni el documento escrito lo que definía el surgimiento de la historia: era también el ser humano. El historiador, en la parodia de Marc Bloch, se convirtió en un ogro: allí donde huele la carne humana, sabe que está su presa3.

El historiador se propuso, por consiguiente, comprender la historia pasada y vivirla al mismo tiempo; “vivir y hacerla”, explica Paul Ricoeur, sin ceder al espíritu de las "filosofías de la historia", ni entregarse a la irracionalidad de la violencia o del absurdo4. Este es su oficio, su papel y razón de ser; su carácter pragmático y al mismo tiempo ético. Los hechos solo hablan cuando el historiador apela a ellos.

Las distintas perspectivas de trabajo histórico han hecho visibles problemas antes no tratados pero que surgieron, precisamente, en el devenir de una historia de la cual se hicieron protagonistas hombres y mujeres que trazaron nuevas rutas de análisis para comprender los procesos totalitarios y dictatoriales, los nuevos movimientos sociales que además de la reivindicación de clase situaron temas inéditos en la agenda pública, referidos al género y a la raza, por ejemplo, y que le otorgaron una nueva legitimidad a la disciplina histórica. Este campo de saber, además, ha cuestionado sus propios cánones mediante los nuevos trabajos de memoria y usos públicos del pasado, que han puesto en un lugar central el lugar de la verdad histórica y de la verdad jurídica en los procesos de transición jurídica y política después de amplios periodos de dictaduras, guerras, o procesos de exclusión cultural. 

Por todo lo anterior, no cabe, entonces, descalificar al historiador por el sentido que otorga a sus estudios, por la interpretación que ofrece de los hechos que conoce y postula como históricos. El tribunal de la historia no es tampoco el tribunal de los jueces ni es idéntico su papel. Michel Foucault demostró con claridad que las condiciones políticas y económicas de existencia no son obstáculo para el sujeto de conocimiento, sino aquello a través de lo cual se forman los sujetos de conocimiento y, por tanto, las relaciones de verdad5.

A Mauricio Archila Neira, hombre íntegro, dedicado toda su vida a la investigación y la enseñanza, tal como lo expuso el Consejo Académico de la Universidad Pedagógica Nacional y lo han dicho sus colegas nacionales e internacionales, no se le puede endilgar delito alguno, no se le puede rotular como apologista de ninguna naturaleza de acto armado o terrorista. Historiador, docente e investigador de la realidad social del pasado y el presente, en la persona de Mauricio reposa hoy el honor de quienes trabajamos con esmero y objetividad desde la academia en el campo de la historia y las ciencias sociales y en el ámbito de la enseñanza de estas disciplinas. Se nos ha vilipendiado y mancillado a todas y todos.

Invocamos el respeto; exhortamos, como Francisco, que cese la cizaña.

 

1Pierre Vilar. Iniciación al vocabulario del análisis histórico. Barcelona, Crítica, 1980.

2Adam Shaff. Historia y verdad. Mexico, Grijalbo, 1975

3Marc Bloch. Apología de la historia. México, FCE, 1993.

4Paul Ricoeur. Historia y verdad. México, FCE, 2015

5Michel Foucault. La verdad y las formas jurídicas. Barcelona, Gedisa, 2010. 

 

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