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El chef y escritor Anthony Bourdain dio una entrevista a la revista Reason en diciembre de 2016, un mes después de la victoria de Donald Trump a la Presidencia de Estados Unidos. El entrevistador, Alexander Bisley, le dice: “usted es un liberal. ¿Qué crítica deberían hacerse los liberales por lo que pasó (que Trump ganara)?”. La respuesta es feroz: “Odio el término corrección política, la forma en que el discurso que se considera desagradable u ofensivo a menudo está prohibido en las universidades, que es exactamente donde el discurso que es potencialmente hiriente y ofensivo debería ser escuchado. La forma en que se demoniza a los comediantes por el uso del lenguaje o la terminología es indescriptible. Porque eso es exactamente lo que los comediantes deberían hacer: ofender, molestar a la gente… También hay un desprecio absoluto con el que los liberales privilegiados, como yo, analizamos a la clase trabajadora, al país de las armas, de la religión, los tratamos como ridículos, idiotas, tontos”. O como Hillary Clinton, que los llamó deplorables en plena campaña.
Esta semana que pasó, también en Estados Unidos, ocurrió lo señalado por Bourdain. Dos de las revistas más emblemáticas del progresismo -ese curioso término que implica que el otro, el que no lo es, está en retroceso-, The New Yorker y The Economist, anunciaron a sus miles de suscriptores que uno de los invitados a sus festivales sería Steve Bannon, el odiado ideólogo de Trump y expresidente ejecutivo de un medio de extrema derecha llamado Breitbart News. La respuesta inmediata a través de redes sociales, sobre todo Twitter, fue implacable: miles de usuarios estaban “decepcionados” y procederían “inmediatamente” a cancelar sus suscripciones. No es posible, decían, que un medio liberal diera micrófono y escenario a un racista, misógino, supremacista blanco y fanático como Bannon. El argumento final, alegaban, es que las revistas no podían contribuir a “normalizar un discurso de odio”. El editor de The New Yorker, la leyenda del periodismo David Remnick, pidió perdón y canceló la invitación a Bannon. La decisión llevó al columnista de The New York Times Bret Stephens a escribir el siguiente artículo: “Ahora el editor de la revista New Yorker no es Remnick, es… bueno Twitter”.
The Economist, por otra parte, decidió mantener la invitación a Bannon. El editor en jefe, Zanny Minton Beddoes, escribió una carta abierta argumentando que, en la celebración de sus 175 años, la revista quería “recordar los valores liberales en el siglo XXI participando en una conversación global sobre nuestra visión del mundo con nuestros seguidores y, de manera crucial, con nuestros críticos”. Luego recordaba que “el futuro de las sociedades abiertas no estará asegurado por personas de ideas iguales que hablen entre sí como en una cámara de resonancia, sino sometiendo ideas e individuos de todas partes a un interrogatorio y a un debate riguroso. Esto expondrá la intolerancia y los prejuicios, y reafirmará y refrescará el liberalismo”. La tesis del editor es sencilla y la resumió en un trino el sociólogo canadiense Malcolm Gladwell: “Llámame anticuado. Pero hubiera pensado que el objetivo de un festival de ideas era exponer al público a las ideas. Si solo invitas a tus amigos, se llama cena”.
El debate sobre Bannon debería llevarnos a cuestionar una actitud excluyente de muchos liberales: se ufanan de su compromiso con la diversidad… hasta el momento de la diversidad intelectual. El argumento de que invitar a sujetos como Bannon -que son detestables, sin duda, pero que en todo caso deberían poder hablar- normaliza el discurso del odio y le da visibilidad a alguien que ya es muy visible es ridículo. No es lo mismo que Bannon, sin enfrentar ninguna oposición, escriba sobre la supremacía blanca en Breitbart, a que lo haga delante de un auditorio crítico y respondiendo preguntas de un entrevistador feroz. Creer que silenciar a tipos como Bannon ayuda a que el odio deje de propagarse entre una parte –cada vez más grande- de la ciudadanía es no haber aprendido nada de la victoria de Trump. Si de lo que se trata es de restarle resonancia al discurso de Bannon, lo peor que uno puede hacer es no debatir con él, es hacer una pataleta histérica hasta que cancelen la invitación y, además, pidan de rodillas perdón.
The New Yorker le hizo un enorme regalo a Bannon, poniéndolo en el lugar que más le gusta: el de los excluidos por la elite liberal que no soporta el debate, que mira con superioridad moral a los demás, que cree que como ya ganó la guerra cultural entonces hay debates prohibidos, vetados, que no se pueden permitir porque hieren alguna sensibilidad y lo sacan a uno, que solo conversa sabroso con los iguales, de su zona de comodidad. En Colombia, en los últimos años, he notado la misma tendencia. Personas que conozco y que se definen como liberales agotan su nivel de tolerancia cuando habla un conservador, un godo, o un “facho”, como despectivamente suelen denominar a un segmento de la derecha. Lo noto frecuentemente en Twitter cuando mi colega, José Manuel Acevedo, interviene en las discusiones en el noticiero en el que trabajo. Dicen que prefieren apagar la radio, que la vuelven a prender cuando deje de hablar. (Y ojo, que no estoy equiparando a José Manuel con Bannon, que no lo es en ningún sentido).
Entiendo que en ciertos escenarios uno no puede caer en la falsa equivalencia. Es decir, para legitimar un foro sobre astronomía uno no tiene por qué invitar también al que dice que la tierra es plana. Las dos opiniones no son equivalentes. Pero no sé si en la política, en el debate público, las cosas sean tan simples. A mí no me sorprende que Alejandro Ordóñez queme libros, ni que se niegue a debatir con, digamos, un comunista declarado. Pero sí me sorprende que ese comportamiento lo tenga un liberal. Que sea el liberal el que pida que las universidades no inviten a X o a Y porque su discurso es inaceptable, que pida silenciar a quien dice diferente porque lo que está diciendo no lo puede decir. ¿En qué momento olvidamos el valor de la discusión?
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