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El viernes pasado, a las 7:38 p.m, hora de Washington D.C, mi novia le puso pausa al show que veíamos. “Se murió Ruth Bader Ginsburg”. Con el corazón galopando pregunté: ¿"Qué?", porque a cuarenta y seis días de la elección presidencial de los Estados Unidos esto lo cambiaba todo. Porque con esto se iban a excavar trincheras desde los dos extremos políticos. Porque me repetía “no, no, no” y pensaba: esto era lo que nos faltaba.
Explico: falleció a los 87 años Ruth Bader Ginsburg, uno de los nueve jueces de la Corte Suprema de los Estados Unidos. Acá, un nombramiento a la Corte, de parte del presidente y confirmado por el Senado, es de por vida. Pueden mover al país en una dirección política y dejarlo ahí medio siglo. Por eso el controlar la dirección de la Corte ha sido tema esencial para el votante republicano, pues si se controla la Corte se puede restringir el aborto, proteger derechos religiosos y el uso de armas, negarle a la comunidad LGBTI su importancia y confirmarle a las corporaciones la suya. De la misma forma que RBG (como se le conocía afectivamente a la juez) representaba un voto de izquierda, poder contar con cinco ―o más― votos de derecha era jaque mate. Ya en otro año esto sería todo un acontecimiento, pero es el 2020 y todo nos lleva más y más hacia el precipicio.
Cuando el juez conservador Antonin Scalia murió en el 2016, el presidente Obama, sabiendo que el Senado republicano le llevaba la contraria en todo, nominó al centrista Merrick Garland para que lo confirmaran. Entró en escena el líder de los Republicanos en el Senado, Mitch McConnell, quien dijo que aún no, pues se estaba en plena elección, y se debía esperar a la persona que el país eligiera como su nuevo mandatario. No importaba que esa regla se la hubiera inventado ahí mismo, no importaba que se estuviera a diez meses de la elección. Se aceptó la decisión y se esperó. El candidato Donald Trump sacó una lista de jueces que nominaría; para muchos votantes que no sabían si votar por ese hombre burdo y vulgar, esto los convenció. A los dos meses de la elección de Trump, Neil Gorsuch se posesionó como el noveno juez de la Corte Suprema, y, cuando en julio del 2018 se retiró el juez Anthony Kennedy, Trump y los republicanos se fueron con todo para nominar y confirmar a un segundo juez, Brett Kavanaugh.
En mayo del año pasado se le preguntó a McConnell en un evento que, si fuera a morir un juez en plena época de campaña presidencial, se intentaría llenar el espacio vacío. McConnell bajó un vaso de té frío del que tomaba, esperó un segundo, y respondió con una sonrisita: “Pues claro que lo llenaríamos”. El auditorio soltó una carcajada. La izquierda del país se emberracó. Y salieron los chistes, aunque son más plegarias, de que la gente les rezaría a todos los santos y donaría los órganos que le hicieran falta para poder mantener viva a la juez Ginsburg, de casi noventa años, y con cáncer.
Pero ni modo; a las 7:38 p.m. murió Ruth Bader Ginsburg, y a las nueve el señor McConnell sacó un comunicado en el que confirmó que se votará por el candidato del presidente Trump. Se encendió la mecha. Rápidamente, los republicanos salieron a decir que estaban de acuerdo, pues temían que perdieran la Presidencia y el Senado y se les fuera esta oportunidad de dejar un país godo unos cuarenta años más.
Los demócratas claman que los republicanos cumplan su misma promesa del 2016 y, si no lo hacen, usarán todo su poder para expandir el número de integrantes de la Corte en enero, algo que no se ha hecho en más de cien años. Esta pasará ahora de ser la “elección del coronavirus” a la “elección de la Corte Suprema”. Los votantes, que no estaban muy entusiasmados, de repente sintieron un espasmo que los llamaba a alistarse, ahora sí, para las batallas que vienen.
Mi novia y yo colgamos. Ya qué. Prendimos las noticias, porque lo único que faltaba en una elección tan explosiva era un salvavidas para la derecha y un miedo para los progresistas. Esa noche se excavaron las trincheras. Quedaban 45 días. El país clamaría que ahora sí esto tocaba ―toca― pelearlo.