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Economía naranja o no economía naranja, la política ha sido cruel con las artes y la intelectualidad en general. Cuántas veces no envenenó el ambiente, cuántas veces no tentó con honores y privilegios a sus practicantes, cuántas veces no convirtió a muchos en informantes o espías. Proferidas las órdenes palaciegas, no faltó quien obedeciera. Así, este se convirtió en censor, aquel alguna vez informó, el de más allá se afilió con una línea política impresentable, otro se hizo el de la vista gorda. ¿Es todo ello imperdonable? No, pues si incluso un asesino paga su pena, ¿por qué no podría hacerlo un intelectual o un artista? Lo malo es la renuencia clásica a aceptar el error y rectificar. Esta obstinación parece una maldición, una maldición política.
Lo anterior no quiere decir que se deba designar un coto vedado para los artistas y los intelectuales; quiere decir que se debe partir de una actitud ética clara: no queremos gobernar ni que los gobernantes nos manipulen; queremos influir desde afuera. Más difícil es entender por qué las mentes que en otros territorios son tan creativas, en este tragan entero y les parece razonable que una dictadura con supuestas buenas intenciones dure 20, 30 o 60 años en el poder.
Al explorar el origen de este desvío, sobre todo entre escritores, uno sospecha que hay mucha influencia de los resortes de la ficción en él. Utopía, el libro de Thomas More cuyo título se volvió un concepto genérico, más que un tratado filosófico es una suerte de novela. No por nada, More escenifica su fantasía en una isla, tal vez entendiendo que las fronteras terrenales contaminan de influencias “indeseables” cualquier experimento.
Para un novelista, digamos García Márquez, no es difícil armar una narración en la que cualquier Fidel Castro se sale con la suya y edifica un paraíso sobre la Tierra en una isla. El problema ahí es que la realidad suele contradecir esta ficción y echar abajo sus premisas. La lista de los grandes artistas equivocados es larguísima: Neruda, Borges, Picasso, Cortázar, Degas, Maiakovski, Von Karajan, Céline, Pound, y no pare de contar. Unos pocos acertaron, como Orwell.
Los anglosajones, diga usted los americanos, tienen una tradición que parece virtuosa: casi no permiten que los escritores, realizadores de cine y televisión, artistas plásticos o músicos, para no hablar de actores, futbolistas o chefs, opinen sobre política, al menos no en los medios de alta difusión y prestigio. Claro, hoy cualquiera pone un tuit o sube algo a Instagram y listo, Calixto. Sin embargo, uno no verá las opiniones políticas de Paul Auster en las páginas del New York Times o del Washington Post. Que sus novelas sean muy leídas y apreciadas es una cosa; que su lectura de la política también lo sea, otra. La política en la ficción y la de la realidad son de especies distintas. En cambio, en América Latina, nada más común que sacar a alguien de su universo estético y ponerlo a opinar sobre candidaturas. Ojo, quien esto escribe primero que todo es escritor, no analista político. ¿Mea culpa? Sí y no o todo lo contrario. Dicho de otro modo, la personalidad de quien opina no tiene por qué ser el centro de la polémica. Pesa su opinión.
En fin, los mundos de la política y las artes están mezclados entre nosotros. Ni modos de expulsar a nadie. Lo que sí se debe hacer es leer con cuidado.
P.S. Esta columna vuelve a salir después de Semana Santa.