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Hemos avanzado más en la comprensión social de la salud y la medicina que de la enfermedad. Como vivencia personal del dolor, la discapacidad y la limitación en el desempeño de las funciones básicas, asumimos y enfrentamos la enfermedad en sus dimensiones individuales y casi nunca la percibimos como acontecimiento colectivo, social. Y aunque muchas personas padezcan al mismo tiempo y en muchos lugares la misma enfermedad, ésta aparece casi siempre como evento singular, particular. Las grandes epidemias, en cambio, se encargan de evidenciarnos cada cierto tiempo la naturaleza esencialmente social de las enfermedades. Dicha naturaleza social tiene que ver tanto con las condiciones de origen de las enfermedades, como con su manera de expandirse, las formas de enfrentarlas, los actores y recursos que intervienen en su comprensión y manejo, y los impactos que producen.
Casi siempre las epidemias son infecciosas. Digo casi porque creo que las hambrunas, por ejemplo, suelen tener perfiles epidémicos y no las produce un agente infeccioso. Aceptando entonces que generalmente son infecciosas, es preciso reconocer que el microorganismo de cada una, el SARS-CoV-2 en la actual, se comporta de manera muy diferente en función de una serie de variables, entre ellas: el conocimiento disponible sobre el germen; las condiciones higiénicas de la población; el estado previo de salud; el nivel de cercanía o hacinamiento entre las personas; los sistemas de salud y la disponibilidad de recursos médicos; los niveles de organización y responsabilidad sociales, y el papel de los gobiernos. Es claro entonces que el componente biológico del agente infeccioso y las condiciones y la respuesta individual son importantes. Pero puede afirmarse categóricamente que las pandemias son una enfermedad eminentemente social.
Uno esperaría que, justo por ser las grandes epidemias acontecimientos sociales de alto impacto, la humanidad estaría cada vez más preparada y con mejores recursos para enfrentarlas. Pero no es así. La novedad de los microorganismos, la consiguiente falta de conocimiento específico y las carencias del ordenamiento o el funcionamiento social hacen que los gérmenes sorprendan a la humanidad, desafíen a la ciencia, permitan su rápida expansión y produzcan pánico, y excesos de enfermedad y muerte. Por eso no es de extrañar que, ante cada nueva epidemia, sigamos recurriendo a medidas milenarias como el aislamiento de los enfermos, o centenarias como las cuarentenas, utilizadas desde el siglo XIV y el tapabocas ampliamente usado frente a la gripa española de mitad del siglo pasado. Desde el siglo XIX recurrimos también a las vacunas, cuando las hay, y todavía hoy algunos siguen invocando vírgenes y divinidades.
Como eventos sociales, las pandemias reviven viejos dilemas ético-políticos, como las fronteras de lo público y lo privado, la libertad individual frente al bien común, o las tensiones entre el bienestar humano y la producción económica. Y plantean también nuevos dilemas, como los que ha enfrentado el personal de salud en países como España, Italia o Ecuador al asignar recursos escasos ante un exceso de demanda urgente, lo que en muchos casos significa decidir quién muere y quién no por el Covid-19. A veces esta decisión la toman los propios pacientes, como sucedió en el norte de Italia el 15 de marzo cuando un sacerdote de 72 años murió después de decidir que cedía a un joven también en estado crítico el respirador que le habían dado sus feligreses. Pero las instituciones no siempre pueden delegar su responsabilidad y requieren criterios y procedimientos ética y científicamente respaldados y socialmente asimilados, como los que ya han estado proponiendo entre nosotros reconocidos grupos interdisciplinarios.
Es posible que la mayor implicación del carácter social de la pandemia sea el hecho de que pierde sentido el sálvese quien pueda, como individuo, como grupo y aún como país. Y que cobre pleno sentido que nos salvamos juntos o nos hundimos juntos. No queda espacio para el individualismo, el regionalismo o los nacionalismos. Es una opción de especie. De humanidad.
La otra cara de la enfermedad social es la salud social. Dentro de la corriente médico-social latinoamericana, soy de los que consideran desde hace tiempo, mucho antes de esta pandemia, que la paz es la plena salud social. Sería deseable que esta grave enfermedad social que padecemos nos refuerce la importancia y las bondades de la salud social, es decir: de la paz. La paz grande, la paz completa, por supuesto, no la paz fragmentada, convertida en bandera de unos y blanco de otros.
* Médico social.