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La vida es una mezcla de todo para que sea buena, un coctel de contrastes, un balance total. Y como dice el adagio (y la física), “los opuestos se atraen” y de allí nace la magia de la diversidad, de la combinación de unos y otros. ¿Qué haríamos con la sal si no existiese lo dulce? Todo sería empalagoso o monotemático. Lo insípido, soso o desabrido y lo lleno de sabor no se excluyen, se complementan; eso es fundamental, por ejemplo, en la base de una pasta más neutra con una suculenta salsa, es lo que yo llamo el yin y el yang (o, mejor, el ñam… de ñami ñami).
Donde más funciona esta teoría, me atrevo a afirmar, es en la buena vida y por supuesto en una de sus bases fundamentales: la gastronomía. Y uno de los ejemplos significativos está en descomponer los ingredientes de una simple oblea, ese manjar que en el Renacimiento perteneció a las grandes clases sociales y que posteriormente se hizo popular en la Iglesia católica donde las monjas aprovechaban los recortes de las hostias, que hacían con harina de trigo para los santos sacramentos, y les agregaban algo de arequipe, dulce de leche o cualquier mermelada de frutas frescas que ellas mismas cultivaban y cosechaban. Esa sagrada vianda ha sido adoptada por muchos países; en Holanda, por ejemplo, dio lugar a las galletas que hoy en día se han hecho populares en nuestro país para acompañar un buen té y que se derriten suavemente si se ponen encima de la taza; en Japón las hacen de harina de arroz y dieron lugar no solo a delicias dulces, sino a la telita perfecta para envolver vegetales y mariscos, eso sí, con un toque de salsa dulce. En Colombia casi que es obligatoria en el paseo de domingo y en los almuerzos familiares, y esa costumbre tan bogotana (quizá por ser la sede del gobierno eclesiástico) de comer obleas en cuanta esquina hay también captó la atención de la estrella de los Rolling Stones Mick Jagger quien en su visita por La Candelaria sucumbió ante una crocante oblea rellena de arequipe, solo espero no le hayan echado queso y dulce de moras (pero entre gustos no hay disgustos). Hoy en día, si pasean por los alrededores del Palacio de San Carlos, sede de la Cancillería, encontrarán decenas de carritos de venta de obleas donde se atribuyen que fueron los que sedujeron a Jagger.
Los contrastes definitivamente son los que ayudan a, en parte, hacernos la vida más feliz; un poco de dulce y un poco de sal, como en un buen aborrajado con queso y bocadillo o en esas delicias de pescados frescos a la parrilla con alguna salsa de nuestras muy exuberantes frutas, hacen de la vida que no todo sea tan plano, que no probemos solo un lado de esta historia. Demasiado dulce me empalaga, me da dolor de cabeza y hasta rechazo a la comida, y el extremo a veces me lleva a convertir las comidas en algo muy aburrido. Y esto lo he aplicado a la vida diaria, a las relaciones con mi gente, “ni tanto que queme al santo, ni tampoco que no lo alumbre”, esa es para mí la base de la felicidad, todo a la balanza, para que las dosis de delicia vengan llenas “de todo un poquito”.