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Lo único que podría hacer hoy la política por nosotros sería darnos conciencia de lo que pasa en el mundo, hacernos más fuertes y más activos como ciudadanos, llamarnos a la responsabilidad, ayudarnos a tener iniciativa. Pero la política, que ya merece otro rostro, se ha vuelto un oficio, una profesión, y los que la ejercen están en continua rivalidad porque se disputan un electorado, entonces su principal tarea, a pesar de las urgencias del mundo, es desprestigiar a la competencia.
En Colombia es la más vieja costumbre de los políticos: no hablan de otra cosa que de cuán malos son los otros, y desde hace tiempo trabajan sin descanso por lograr que medio país odie al otro medio y vea en él al demonio. La estrategia es burda y dañina, pero les ha dado resultado, engendró la violencia de los años 50, dividió al país en buenos y malos, ha sido capaz incluso de convertir la paz en una bandera que enfrenta los unos a los otros.
Pero un país no se construye sin un mínimo acuerdo entre los ciudadanos, sin una básica solidaridad nacional, sin un respeto profundo por el adversario. El precio de estar en paz con el mundo no puede ser estar en conflicto permanente consigo mismo. Es verdad que Antonio Machado decía: No extrañéis, caros amigos, / que esté mi frente arrugada, / yo vivo en paz con los hombres/ y en guerra con mis entrañas. Pero no se refería a los países sino a los individuos: un ser humano debe ser capaz de combatirse a sí mismo si eso ayuda a reconciliarse con los demás.
Y esa básica reconciliación debería ser la tarea suprema de la política. No borrar las diferencias, pero saberlas gestionar; no anular los desacuerdos, pero saberlos debatir; no eludir los conflictos, pero resolverlos de un modo creativo. Dicen que para eso se inventó la política, para hacer que lo que pudo ser una guerra se convierta en un debate civilizado. Y por eso es extraño que llamemos política a lo que siempre se hizo aquí: sembrar discordias retóricas, descalificar a los otros, ver intenciones malignas en todo el que piense distinto.
Pero debajo de las guerras civiles, como debajo de las revoluciones, siempre hay un orden injusto en el que unos son tiranos y los otros son víctimas. Si la paz es hija del entendimiento, este no nace de las buenas intenciones, sino de las transformaciones reales. La condición para que disminuyan las discordias es construir un orden que valga para todos. Y para eso el interés de la comunidad tiene que pesar más que el interés de los dirigentes.
Colombia ha pasado por varias guerras, pero no ha sido capaz de acabar una sola de ellas. Una guerra con las guerrillas, una guerra con los paramilitares, una guerra con el narcotráfico, una guerra con la delincuencia común. Y aunque todos jugamos a soñar que lo es, nuestro Estado no es legítimo: está ausente donde se lo necesita y demasiado presente donde es menos útil. Sirve a muchos intereses, pero no sirve a los intereses supremos de la nación; protege a unos y desampara a otros, consiente a unos y abusa de otros, su ley es la arbitrariedad, su fundamento es la desigualdad, su fruto más evidente es la injusticia.
Ahora se acusan unos a otros de guerrilleros, de paramilitares, pero el mal verdadero es anterior. Un Estado que abandonó a los campesinos y desamparó los campos forzó al nacimiento de las guerrillas; un Estado que no protegió a los propietarios ni a las clases medias rurales de la barbarie de las guerrillas forzó al nacimiento de los paramilitares; un Estado que no combatió a los paramilitares sino que se alió con ellos, socavó su propia legitimidad. Y al calor de las discordias de los políticos, pasaba de aliarse con los paramilitares a aliarse con las guerrillas, siempre unos pasos detrás de la realidad, sembrando más discordias de las que resolvía.
Cuando los males alcanzan las dimensiones de una guerra, ya no caben las responsabilidades personales. Por eso no se debe negar que la guerra existió, y todavía existe, porque solo si hubo una guerra hay una explicación, así sea infernal, para la atrocidad. Todo el que niegue que existió la guerra asume la atrocidad como una responsabilidad personal. Pero si se asume que la guerra existió, ya no hay lugar para los tribunales.
Si todos se degradaron, ya nadie está en condiciones de montarle un juicio al adversario. Y los tribunales que no son aceptados por todos son parte de la guerra, no de la reconciliación. Hoy la principal ocupación de los políticos es buscar a los responsables de las atrocidades de la guerra que supuestamente quedó atrás. Pero no lo hacen por amor a la justicia, sino por desacreditar a la competencia. Estamos en el mercado más triste: el de la venta de odios. Y no hay nada original en nuestros políticos, están haciendo lo único que hicieron siempre, lo único que aprendieron a hacer.
Hay momentos en que la democracia tiene que reinventarse, y no se reinventa con caudillos sino con liderazgos casi invisibles. Es la comunidad la que tiene que abrirles camino a sus sueños, y para eso la política tiene que crear un sentido profundo de comunidad.
La Colombia que va a nacer muy pronto pondrá más el énfasis en el presente que en el pasado. No hablará tanto de lo que se hizo sino de lo que es necesario hacer. Debe endiosar menos a los dirigentes y endiosar más a los seres humanos, a los que fueron borrados siempre de la leyenda nacional, por indios, por negros, por provincianos, y sobre todo por pobres.
Porque allí está la verdadera grandeza, allí está la verdadera dignidad, y allí estuvo siempre la paz verdadera.