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La poesía de Giovanni Quessep

William Ospina
23 de enero de 2011 - 06:00 a. m.
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(Este texto formará parte de un libro sobre poesía colombiana publicado por el Fondo de Cultura Económica).

NACIDO EN SAN ONOFRE, EN LA REgión del Golfo de Morrosquillo, Giovanni Quessep produce sin embargo la sensación de ser un hombre de otro mundo y de otro tiempo. Uno podría decir que su mundo es el de sus abuelos libaneses, un mundo de ruiseñores y cántaros, de cipreses y columnas, junto al eterno azul de los mares; que su tiempo es el tiempo de las leyendas de su sangre, de la antigüedad de sus libros, de la armonía de unas lenguas de Oriente finamente talladas por la música. Pero Giovanni Quessep no es un libanés, es un poeta colombiano y ha sabido encarnar con asombro una de las más sutiles condiciones del hombre de América, la de quien se sabe siempre llegado de otros mundos, y canta en una tierra sin memoria las agonías y los éxtasis de una memoria milenaria.

Es importante enfatizar en su profunda condición de americano y de colombiano. La mejor prueba de ello es el modo como fluyen en su canto las palabras de la lengua española, con una pureza, una precisión y una gracia que no responden al origen del idioma sino a sus muchas errancias y resonancias. Algo tiene de ese Góngora que escribió en español en la vecindad de la algarabía: Quessep ha vivido a su manera, siglos después, la proximidad del mundo árabe y el mundo español. Algo tiene de ese Rubén Darío que aprendió a afinar la música de la lengua gracias a la ausencia, a la conciencia de ser distinto, de estar expresando en una lengua europea las nostalgias y las perplejidades de un mundo no europeo. Algo tiene de todos los que han sabido crear en las orillas de un idioma y no en su envanecido y supersticioso centro: de los celtas que escriben en inglés, de los romanos que escribían en Córdoba, de Henrich Heine, haciendo aflorar su alma judía en alemán, haciendo aflorar su alma alemana en París.

Giovanni Quessep logra siempre que el idioma en que habla no nos parezca típico de ningún pueblo; no es el español de España ni el español de Colombia ni el español del litoral Caribe colombiano. Es el idioma de un hombre que resume largos destierros y largas travesías, la nostalgia de sus padres, la conciencia de que uno de sus abuelos es venerado como santo en los altares del Líbano, la conciencia de que entre su carne y su alma hay abismos de remembranza, siglos de maravilla, zonas de música y criaturas fantásticas.

Nadie entre nosotros hace suyos con mayor propiedad los viejos símbolos de la cultura: su poesía está cruzada de unicornios y de castillos, de ruecas mágicas del mundo de las hadas y de alondras color de vino; por sus versos pasan la Alicia de Lewis Carroll y la Penélope de La Odisea, como pueden pasar la reina Ginebra o la ballena blanca, el ruiseñor de los confines de Persia o los magos del ciclo de Bretaña, pero todo lo que entra en ellos obtiene inmediatamente una abrumadora condición de verdad y de sinceridad que hace que ninguno de esos símbolos parezcan objetos de utilería o recursos librescos, todo se vuelve enseguida pasión y nostalgia, urgente amor y realidad inmediata.

El secreto de Giovanni Quessep es tal vez uno solo: el secreto del ritmo. El alquimista que sabe manejar el rigor de sus mezclas, el dibujante que tiene el secreto de la línea, el pintor que expresa con colores y formas una armonía intensa nacida de sus profundidades, no corren el menor peligro de que en el resultado los elementos disuenen. Todo entra en el caldero y produce la pócima adecuada.

Uno de los primeros en reconocer en Colombia la excelencia de la poesía de Giovanni Quessep fue el inolvidable poeta León de Greiff. Era casi natural que fuera así, porque también León pertenecía a ese mundo de inmigrantes recientes, que no han borrado de su memoria los mundos de los que fueron desterrados por las guerras o por los azares de la historia. También León llegó a ser intensamente colombiano sin perder nunca cierto aire de extranjero; la condición de colombiano era en él no sólo un dictado del nacimiento, sino una opción de la voluntad: pudo haber decidido ser sueco o alemán, como Quessep pudo haber decidido ser libanés, pero prefirieron la aventura de un país con vaga memoria y realidad abrumadora, lleno de azar y de riesgo, de color y de diversidad, poblado por individuos en quienes los dioses han puesto al mismo tiempo pobreza y opulencia. Ambos han vivido la fascinación de un idioma que parece nacer entre sus manos, hábil para todo tipo de combinaciones.

Ahora bien, mientras otros vivimos nuestra condición de colombianos con énfasis y con patetismo, Giovanni Quessep se permite serlo de un modo introspectivo y melancólico, más por el asombro que por el tono pintoresco, y no se impone deberes geográficos porque su voz está consagrada a la vieja Luna que es parte de todos los países, la patria verdadera de Li Po, de Basho, de Poe, de Virgilio, de Robert Graves, de Quevedo y de Borges. Pero no se prohíbe mostrarnos que en su música y su tono caben las formas precisas de esta tierra y sus grandes proyecciones literarias:

Acuérdate muchacha/ Que estás en un lugar de Suramérica/ No estamos en Verona/ No sentirás el canto de la alondra/ Los inventos de Shakespeare/ No son para Mauricio Babilonia/ Cumple tu historia suramericana/ Espérame desnuda/ Entre los alacranes/ Y olvídate y no olvides/ Que el tiempo colecciona mariposas.

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