Publicidad

La revolución está a la venta

Sergio Otálora Montenegro
12 de diciembre de 2020 - 03:00 a. m.
Resume e infórmame rápido

Escucha este artículo

Audio generado con IA de Google

0:00

/

0:00

El mismo día en que el mundo, desde el confinamiento de la pandemia, reconocía que habían pasado a la velocidad del olvido cuarenta años desde la noche en que un delirante mató de cuatro balazos a John Lennon, Universal Music Publishing Group (UMPG) anunciaba a los cuatro vientos, y en medio del sonido metálico de una caja registradora, que había adquirido, por una cifra no revelada, 600 canciones del inescrutable Bob Dylan.

Después se supo que la transacción había sido por 400 millones de dólares. Contantes y sonantes.

Nadie niega que la música, como las armas, o los carros eléctricos, es una industria. Antes, en la era de las glaciaciones cuando una canción sonaba en la radio o era un objeto concreto, un disco o un casete, el éxito se medía por la cantidad de “longplays” vendidos. Pero en los casos extraordinarios de Dylan, Lennon y sus otros tres secuaces de The Beatles, se convirtieron, además, en un referente cultural, en un antes y un después, en símbolos de una insurrección generacional. Eran la revolución en pasta, literalmente.

Dylan influyó en todos sus contemporáneos, era demasiado completo: un escritor prodigioso, un rebelde con causa, un artista plástico, un músico que se alimentaba del folk, blues y jazz, y sus conciertos, a principios de los años sesenta, eran apenas una guitarra acústica, las canciones y su compañera de armas en esos inicios románticos (en todo sentido), Joan Baez, otra voz potente que rompía estereotipos.

La obra de Robert Allen Zimmerman (el verdadero nombre del también premio nobel de literatura) ha tenido la capacidad de resumir, en tonadas inmortales, el espíritu de una época. Su salto a la guitarra eléctrica y el amplificador -una profanación para sus puristas seguidores que veían el rocanrol como un lugar común, un divertimento de insufribles adolescentes- fue también el inicio de una era militante: la contracultura, una crítica feroz a los subproductos del capitalismo, es decir, las intervenciones militares en otros continentes, la dictadura del mercado, el pecado original del racismo, la “moral burguesa”, las profundas desigualdades sociales. La lista es larga.

Para ser justos, las grandes conmociones culturales de la llamada “década prodigiosa”, la heroica lucha por los derechos civiles, la búsqueda de otros mundos a través de las drogas psicodélicas como una forma de trascender la racionalidad mercantil, no pusieron contra las cuerdas al sistema, por lo menos en Estados Unidos. De una manera muy astuta, la industria del espectáculo convirtió esas expresiones radicales de inconformidad, en un “nicho”, en un mercado pulpo, en una cadena infinita de creación de objetos y símbolos convertidos en productos.

El cine independiente, algunas expresiones musicales como el hip-hop (en su vertiente menos cruda y banal), la literatura, el arte, el periodismo, y la política, pasan por la sordina del implacable juego de la oferta y la demanda. La contracultura, incluso, es un negocio. No es sino echarle un vistazo a la revista Rolling Stone, la primera publicación nacida en San Francisco (la otrora meca del hipismo y el flower power) que buscaba poner el mundo patas arriba. Cincuenta y tres años después de su fundación, el mundo está a sus pies.

Una de las razones para que UMPG comprara el catálogo completo de Dylan fue por física supervivencia, según un artículo publicado en esa revista indómita que hoy es, además, un grupo editorial. De acuerdo con su autor, Tim Ingham, empresas como Sony, Warner o Universal, están comprando los derechos de autor de grandes glorias de la música popular. El objetivo es que dichas compañías no sean absorbidas por los monstruos financieros de Wall Street. Universal, por ejemplo, se prepara para colocar en el mercado bursátil, en 2022, una nueva emisión de acciones. Con la adquisición de la obra musical de Dylan, el valor de la acción se podría multiplicar y, por lo tanto, la capitalización de la empresa.

En la era digital, el gran negocio de la música, además de su distribución a través de plataformas como Spotify, Apple Music, o Amazon Music, son los conciertos. La pandemia ha dejado en remojo esa industria de eventos multitudinarios. Y por eso, para seguir con Ingham, hay movimientos de cientos de millones de dólares que buscan comprar la producción de los mejores exponentes del rock y pop.

La revolución, pues, está a la venta. El mercado global, la digitalización de la vida y de la muerte, y, en el medio, la cotidianidad convertida en mínimos espectáculos gracias al vértigo de las redes sociales (para no hablar de la otra cara de la moneda: la manipulación y el engaño), han profundizado la sensación de que la crítica social, bien narrada, cantada o pintada, es al final un muy buen negocio.

En el año en que Lennon fue asesinado, los punks trataban de ser la insurrección del arte a través de un rock visceral. Y en el Caribe, Bob Marley era ya una leyenda con su música y sus letras de liberación. The Clash o The Sex Pistols, dos bandas de culto de la era punk, con seguridad se deben estar cotizando muy bien y sus catálogos de canciones contestatarias deben ser jugosos activos financieros para Sony o Warner.

¿Una paradoja? Tal vez. No todos la resistieron. El último en sucumbir a esa profunda contradicción fue Kurt Cobain, el líder de Nirvana. Jim Morrison (principio y fin de The Doors) fue un rebelde que prefirió aislarse del mundo del espectáculo, y morir alucinado.

Dylan, a pesar de todo, parece sentirse cómodo con su obra en manos de un gigante del entretenimiento. Los hechos y las contradicciones humanas que han inspirado su arte siguen ahí, vigentes, se niegan a desaparecer: las guerras, el racismo, la injusticia y, ahora, el intento autoritario en su propio suelo. Por lo tanto, al margen de la posibilidad real de que cualquiera de sus canciones termine en un creativo comercial de detergentes o de la nueva colección de Victoria´s Secret, su legado es poderoso, inspirador. En su último disco, hay una canción llamada Falso Profeta, en la que dice: “No soy un falso profeta/Yo sólo sé lo que sé/yo voy donde solo el solitario puede ir”.

Así de sencillo.

 

Fernando(70558)19 de diciembre de 2020 - 12:45 a. m.
Parece que este "man" sabe mucho de discografía. Yo...? ni pio.
Atenas(06773)12 de diciembre de 2020 - 02:52 p. m.
Sí, mejor dicho toda esa carrera o libreto q' a vos te gusta denunciar del capitalismo salvaje y de su afrentoso estilo de vida, sobre todo allí, en La Meca, donde te gusta y estás viviendo y gozando de los placeres en la ciudad del sol, Miami. ¡Fariseo!
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta  política.
Aceptar