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Esta semana estuve leyendo sobre la reforma agraria en Colombia (1961 - 1972). La historia reciente de este país sería otra, más pacífica, más moderna y más desarrollada, si se hubiese logrado implementar esa reforma. Varias lecciones se pueden sacar de ese fracaso.
Todas las reformas agrarias en el mundo, dice mi colega Francisco Gutiérrez, uno de los expertos en este tema, han tenido origen en una revolución violenta (China, Cuba, etc.), o en gobiernos enérgicos y respaldados por administraciones eficaces (Corea del Sur, Japón, etc.). El presidente Carlos Lleras Restrepo sabía eso y no era propiamente un revolucionario. Por eso creó todo un aparato administrativo técnico e independiente de los partidos políticos (el Incora), que se encargó de llevar a cabo la reforma. Sabía, además, que era necesario contar con el apoyo político de los campesinos, para lo cual creó la ANUC (Asociación de Usuarios Campesinos). Así, el proyecto estaba sustentado en dos pilares: el aumento de la capacidad estatal y la alianza con los campesinos.
Ambos pilares fracasaron; el primero por culpa de los políticos clientelistas y el segundo por culpa de los grupos de izquierda radical. Con la llegada del presidente Misael Pastrana, el Incora fue capturado por la clase política y por los terratenientes para luego amordazarlo en el tristemente célebre Pacto de Chicoral. La ANUC, por su parte, fue capturada por grupos marxistas intransigentes que, instigados por los incumplimientos del Estado, socavaron la alianza entre el gobierno liberal y los campesinos. Con la capacidad estatal conculcada por el clientelismo y con el apoyo político hipotecado por los revolucionarios (que no querían una reforma sino una revolución), el proyecto terminó muriendo en los archivos polvorientos de la nación.
Saco tres lecciones de todo esto: 1) en Colombia, las propuestas de cambio revolucionario (y violento) no prosperan; peor aún, alimentan la contrarrevolución y, por esa vía, perpetúan el presente; 2) a falta de revolución, la alianza entre un Estado fortalecido en su capacidad técnica y unos movimientos sociales pragmáticos puede producir cambios significativos, pero esa alianza es difícil, dada la desconfianza recíproca que existe entre el liberalismo progresista y la izquierda, y 3) cuando la izquierda agudiza sus demandas (con la idea de que si el cambio no es radical no es cambio) puede terminar haciéndoles el juego a los opositores de derecha.
Algo más sobre esto último: una estrategia frecuente de las élites políticas y económicas consiste en propiciar, por todos los medios posibles (represión, información falsa, provocaciones, etc.), la radicalización de los dirigentes populares, con lo cual logran desprestigiar sus demandas y descalificar a sus líderes. Así, en Colombia nos la pasamos entre una derecha atrabiliaria y una izquierda intransigente; ambas le quitan el oxígeno al centro progresista, como se lo quitaron a Lleras Restrepo y ahora a Sergio Fajardo.
Cuando los luchadores por el cambio social exigen lo máximo, no negocian y desconfían de las políticas progresistas del Estado, pueden salir perdiendo. Con esto no pretendo descalificar todas las demandas radicales de origen popular. Hay ocasiones en las que no queda otra salida que la oposición radical. Tampoco quiero decir que el radicalismo sea la única causa del fracaso de las reformas. Sólo quiero advertir que, a veces, como ocurrió con la reforma agraria, el radicalismo le tiende una trampa al cambio social. Lo digo en términos más simples: a veces lo ideal es enemigo de lo bueno; mientras que lo bueno, poco a poco, puede ser amigo de lo ideal.