Hojas sueltas

La última de él y la primera mía

Alfredo Molano Jimeno
27 de abril de 2020 - 05:00 a. m.
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El 18 de noviembre de 2017 mi papá escribió su última columna en este diario. Durante toda mi vida lo vi madrugar religiosamente a escribir su texto dominical. Un espacio que, como lo dejó escrito en su despedida, le permitió explorar sus abismos y en ellos encontrar al país. Desde las páginas de este periódico anduvo, calcula alguien que lo acompañó muchos caminos, más de 14.000 kilómetros a pata limpia. Atravesó las tres cordilleras, y se internó en los manglares del Pacífico como en los de la Ciénaga de la Virgen, en Cartagena, que, dicho sea de paso, fue su primer reportaje publicado en el Magazín, de El Espectador, a mediados de los 80. Escribió para esta casa editorial, mal contadas, 1.500 columnas y, literalmente, incalculables reportajes y crónicas. Este diario fue, más que su casa, “la atalaya” desde la que miró la realidad. Con el dolor de quien deja un lugar amado, pero la emoción con la que emprendía cualquier aventura, le puso punto final a su carrera periodística para empujar el barco de la Comisión de la Verdad. Prometió volver, pero la vida no dio tiempo y sus puntos suspensivos se hicieron un punto final.

El punto final reúne las contradicciones de la vida misma. La alegría de terminar una tarea y la nostalgia por la tarea terminada. La libertad para emprender nuevos caminos y la melancolía de los caminos andados. Mi papá siempre quiso volver a estas páginas, que le dieron libertad y formación. Soñó morir escribiendo, y lo hizo, pero no como hubiera querido: domingo a domingo. Tampoco quiso que yo fuera periodista, esperaba verme de bata en su sala de cirugía, pero el oleaje de la vida me empujó hacia su costa y terminé pidiéndole consejos para escribir un reportaje o una crónica. Y es que mi vida, en parte, ha sido una lucha entre la admiración de su referente y la búsqueda de una identidad propia. Lo del mismo nombre lo resolvió temprano un llanero con su sabiduría popular. Para distinguirnos, y dado que yo era de pelo muy rubio, me llamó Catire, como se les dice a los monos en el llano. Y así me quede en casa. Nadie cercano me dice Alfredo. A él, los cercanos lo llamaban Alfredito, aunque después de su muerte me adjudicaron ese diminutivo cariñoso.

Resuelto el problema de la homonimia (a medias) vino el más difícil, que aún no termina de resolverse. En el colegio la gente solía presentarme como Alfredo, el hijo de Molano. Su reconocimiento me hacía sentir orgulloso, aunque pensara que su oficio era caminante, pues nunca le oí decir que era sociólogo. Algunas veces se presentaba como periodista. Mi orgullo por él creció al tiempo que su fama y proporcional a las amenazas que le llegaban. Amenazas que un día se convirtieron en insomnio e intranquilidad. Timbres a medianoche, motos que amagaban con desenfundar, llamadas rabiosas, camionetas que seguían mis pasos y los de mi hermano Marcelo al tomar el bus del colegio y al regresar. Hasta que un día, llorando, sus amores nos reunimos a pedirle que se fuera del país. El día que tomó su vuelo para Barcelona juré honrar su nombre y sus letras, como lo hizo su nieta Antonia sobre su tumba.

Vinieron casi ocho años de exilio. A Marcelo y a mí nos tocó refugiarnos un tiempo en Cuba, donde aprendimos la disciplina y el valor de la vida, no calculada en la ecuación tiempo/dinero, sino tiempo/experiencia. Por esos días, honrar a mi padre se tradujo en la idea de ser médico, pero llegado a la Y del camino, decidí buscar mis pasos y abandonar el sueño de él. Entré a estudiar historia en la Universidad Javeriana, y no en la Nacional —como él hubiera preferido—. Y a pesar de sus airados reclamos, decidí estudiar también periodismo. Durante toda la carrera padecí, de alguna manera, el llamarnos igual y habitar el mismo gremio. La segunda pregunta siempre era: ¿hijo de…? y unas veces eso implicaba mayor atención del profesor y la inevitable vara medidora; y otras veces, quienes por alguna razón no lo querían, me hostigaban pasivamente. Esto se convirtió en una operación tan reiterativa que en un momento opté por presentarme sin apellidos, pero duró poco, pues terminé por sentir que estaba negando mi origen, mi identidad y lo que más me enorgullecía en la vida, y acepté las consecuencias.

Consecuencias que, cuando le narraba a él, se reía y me miraba con ternura, la mayoría de las veces. Salvo cuando eran demasiado agresivas y entonces sus ojos se encendían de ira, como una leona cuidando su cachorro. Al final de los tiempos universitarios y desde que entré a trabajar en El Espectador vivimos nuestra luna de miel. Recuerdo el primer día que entré al Congreso de la República y le pedí al portero de la plenaria que llamara a Piedad Córdoba, que la buscaba Alfredo Molano. En menos de un minuto, la senadora más perseguida por la prensa —y reacia a ella— llegó a la puerta a buscar las canas y el bigote de mi padre. Noté su frustración cuando la abordé diciendo que Alfredo Molano era yo. Desde esos días, trabajamos como uno los dos “Alfredos Molanos”. Yo leía sus columnas, le proponía temas, les hacía observaciones antes de que las enviara. Discutíamos enfoques y el acontecer noticioso. Él me pasaba noticias y chismes de política. En más de una ocasión, yo iba a conferencias o invitaciones a las que él no podía asistir por agenda. Por un breve tiempo, éramos dos batallando como uno.

Pero llegó el día del punto final. Temido e inevitable. Y yo, obligado a buscar mi propio camino sin la luz de su antorcha. Apenas el recuerdo guiará estas letras que pretenden hacer de su punto final un punto aparte. Porque sin Alfredo Molano Bravo no quedé huérfano únicamente yo, sino los campesinos de los Llanos y del Magdalena Medio, los negros del Pacífico y los indígenas del Amazonas. Los geógrafos y los ambientalistas, los taurinos y los izquierdistas. Por eso, antes de irme de la redacción de El Espectador, le pedí a Fidel que me dejara un huequito en un pedazo de papel periódico para que quienes quisimos a Alfredo Molano lo podamos honrar desde su atalaya, sin renunciar a nuestros abismos.

Gracias, Fidel.

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