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Transido por la indignación hace dos semanas escribí “en caliente” una columna para El Espectador, que luego me abstuve de enviar, titulada “El genocidio de Barco y el actual: ¿alguna diferencia?”. La dejé en salmuera, le corregí sus excesos y luego la publiqué en ElUnicornio.co. (Ver columna).
En ese momento asumí como verdad irrefutable la columna que Alberto Donadio publicó en Losdanieles.com, por la seriedad profesional que siempre se le ha conocido. Allí, basado en una fuente anónima, mostraba al entonces presidente Virgilio Barco aprobando el genocidio que durante su gobierno se desató contra la Unión Patriótica y del que el Ejército fue impotente para contener o cómplice para instrumentalizar, vaya uno a saber. (Ver columna).
Pasados 15 días de dura polémica tras esa publicación, ya con ciertas dudas decantadas y nuevas verdades reveladas —como lo de César Gaviria sobre el general Miguel Maza, escalofriante—, un primer balance de la situación lleva a pensar que quizá Donadio se extralimitó, pues habría incumplido lo que el abogado y columnista Ramiro Bejarano considera norma inquebrantable del derecho penal: “No puede acusarse a nadie con una prueba que no se pueda revelar”.
Donadio respondió en conversatorio con Losdanieles.com que “eso es cierto en lo teórico”, pero la prueba real de su escrito estaría en los más de 3.000 asesinatos selectivos que hubo contra los miembros de esa agrupación. Yo había titulado “El genocidio de Barco”, y esto sería un error pues de su supuesta aprobación no quedó prueba jurídica, pero hoy quiero apuntar a algo que dije ahí y en lo cual me sostengo:
Si nos pusiéramos a comparar la matanza ocurrida durante el gobierno de Barco con la ola actual de masacres, asesinatos de líderes sociales y eliminación selectiva de desmovilizados de las Farc, tanto los métodos de exterminio como el propósito estratégico-militar siguen siendo los mismos: la aniquilación sistemática de un grupo poblacional al que se le define como enemigo. Lo único que en apariencia cambia son los autores materiales, antes grupos paramilitares que masacraban con la complacencia u omisión —o participación— del Ejército (como está documentado por variadas fuentes); hoy, supuestos mafiosos del Cartel de Sinaloa o grupos residuales del paramilitarismo que, misteriosamente, nunca son apresados.
¿Quién desde el Ejército habría estado al frente de las tareas de exterminio de la Unión Patriótica, cuya ocurrencia nadie puede negar? No sabemos si al frente, pero sí enterado y en extremo negligente: el general Rafael Samudio Molina, a la sazón ministro de Defensa y a quien el consejero de Paz de Barco, Carlos Ossa Escobar, le expresó su preocupación porque todos los días mataban a por lo menos un integrante de la UP. Y Samudio le contestó: “A ese ritmo no van a acabar nunca”.
Hablamos del general que siendo comandante del Ejército en noviembre de 1985 estuvo al frente —ahí sí— de la salvaje retoma del Palacio de Justicia ocupado por el M-19.
El mismo oficial al que en 2009 la entonces fiscal delegada ante la Corte Suprema de Justicia, Ángela María Buitrago, le formuló cargos por esos hechos, como presunto responsable de secuestro agravado y desaparición forzada agravada, es el que Virgilio Barco nombró en 1986 como su ministro de Defensa, cargo que ocupó hasta el 4 de noviembre de 1988, cuando renunció luego de una emboscada de las Farc que dejó ocho militares muertos y frente a la cual Samudio exhortó a sus generales y soldados a “pasar a una ofensiva total, destruir al enemigo y eliminarlo”, mientras que el presidente lo desautorizó al pedirle evitar “que las opciones que se le ofrezcan al país se limiten a una estrategia de tierra arrasada o a la revisión política del Estado. Es el deber de una democracia buscar salidas civilistas”.
El belicoso general salió dando un portazo, con estas palabras: “Yo no sé de diálogos; sé que las Fuerzas Armadas van a responder con sus armas”. (Ver noticia).
Entre las “ejecutorias” del general Samudio hay una imborrable, la relató en días pasados para El Espectador la jueza Martha Lucía González, quien lleva treinta años exiliada “en alguna ciudad del mundo”. Su denuncia se diferencia de la de Donadio en que todo es perfectamente verificable.
Martha Lucía fue nombrada por el gobierno de Barco para la aplicación del Estatuto para la Defensa de la Democracia, un severo régimen penal para enfrentar el desafío de los grupos armados ilegales. Entre sus misiones abocó la masacre en la vereda Mejor Esquina, de Buenavista (Córdoba) con 36 trabajadores muertos. Según El Espectador, “los trazos de la verdad llevaban a un rosario de matanzas (…) en connivencia con funcionarios y unidades militares y de Policía. Sin temblarle el pulso, la jueza expidió las órdenes de capturas que le dieron sus pruebas legales”. (Ver artículo).
Como consecuencia de sus acciones, a casa de la jueza llegó un sufragio invitando a sus exequias. Luego hubo tres intentos de asesinato fallidos, su familia entró en pánico, el caso fue reportado a las autoridades y llegó hasta Presidencia. Es cuando la cita a su despacho el ministro de Defensa, Samudio Molina, y ella asiste convencida de que “me había llamado a ofrecerme su apoyo y que saliera a la luz lo que estaba manchando al Ejército y a la Policía”.
Pero no. La conmina a “detener de inmediato las acciones contra los militares, pues él no iba a permitir que ninguna juez manchara el nombre del Ejército”. González cuenta que salió del despacho del ministro Samudio directo a Presidencia, y le contó lo sucedido al asesor Rafael Pardo, “aunque no sé si él lo recuerde…”. Tarea en apariencia fácil, pues bastaría con preguntarle a Pardo si él lo recuerda.
Pero aquí no acaba la historia, porque el padre de la jueza —el exgobernador de Boyacá, Álvaro González— le aconseja que salvaguarde su conciencia y deje el caso. Así lo hace, y es cuando se exilia, pero antes deja firmados los autos de detención y las órdenes de captura contra el entramado paramilitar detrás de las masacres.
En venganza —no se sabe quién dio la orden— su padre fue asesinado el 4 de mayo de 1989 cuando detuvo su vehículo en la calle 39 con séptima a la espera del cambio del semáforo: un sicario le disparó frente a su esposa. Y la hija no pudo asistir a las exequias, por falta de garantías.
De remate. Saltando del pasado al presente, no sobra recordar que el futbolista Juan Fernando Quintero exigió explicación al hoy comandante del Ejército, general Eduardo Zapateiro (el mismo que envió mensaje de condolencia a la familia del asesino Popeye) sobre la desaparición de su padre. Según Quintero, cuando Zapateiro se desempeñaba como capitán envió a su progenitor a Medellín, luego de haber tenido un altercado con él en Carepa (Antioquia), donde prestaba servicio militar. Y nunca más se supo de Jaime Quintero. (Ver noticia).