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En Ecuador los indígenas le pasaron cuenta de cobro a Rafael Correa, quien trató de usarlos en las elecciones del pasado domingo, pero estos le cobraron que como presidente les hubiera fallado y reaccionaron dándole la espalda. Una decisión anunciada con anterioridad por el dirigente indígena Yaku Pérez, el contrincante de Andrés Arauz, el candidato de Correa. Su soberbia y autoritarismo quedaron derrotados. No interesa que las decisiones presidenciales que generaron el distanciamiento hayan sido o no correctas. Lo relevante es que les falló y a los faltones tarde o temprano les pasan su cuenta de cobro.
Correa se consideraba el escogido, al cual los demás simplemente se debían plegar, sumido en su fantasía de ser único, ungido por los dioses mientras despreciaba a los demás, a quienes pretendía poner al servicio de sus intereses y sueños. El domingo, la realidad lo bajó de su nube. Nadie más que él es responsable de lo sucedido, mucho menos los indígenas que simplemente anularon su voto para hacer aún más ostensible su rechazo.
Gustavo Petro y sus cercanos intentan hacer un paralelo entre la situación política ecuatoriana y la nuestra. Quieren utilizar la derrota de Correa para impulsar la idea de unidad alrededor de un supuesto centroizquierda juntando dos coaliciones bien distintas, la de la Esperanza y el Pacto Histórico, la una construida alrededor de una convergencia de fuerzas políticas con comunes denominadores y el otro en torno a la figura caudillista de Gustavo Petro. Los electores definirán cuál se impondrá para la contienda definitiva. Es claro que antes de la primera vuelta electoral no se darán falsas unidades.
Vamos a otros puntos de diferencia. En lo personal Correa y Petro tienen afinidades de carácter —su mesianismo irredento, su autoritarismo caprichoso, su incapacidad para abrirse y darse al otro— y poco más. Lo que dice Petro depende de las circunstancias y de la oportunidad, pero no lo compromete hacia delante; son planteamientos, esbozos de pseudocompromisos fugaces en boca de un hábil cazador de titulares, con su ágil inteligencia para armar frases efectistas y captar el interés del momento. El relumbrón de sus ideas y su competencia oratoria hacen que sea escuchado, independientemente de que lo dicho sea contradictorio con lo afirmado un rato antes. Quien lo oiga desprevenidamente puede fácilmente caer presa de su elocuencia y dialéctica. Y para eso no tiene pelos en la lengua.
Esa condición suya no genera confianza pues finalmente no se sabe en qué cree, qué defiende, hasta dónde llega su compromiso con sus planteamientos. En esa arena movediza de su personalidad cualquier cosa puede pasar, pues su único compromiso es con su persona y su vanidad. No confía sino en sí mismo. La desconfianza lo rodea por los cuatro costados, le sale por los poros.
Esa es la razón profunda por la cual Petro es su peor enemigo, al igual que le sucede a Correa. Por eso, hacer algún acuerdo con él es poco menos que imposible. Ahora juega a centrista porque políticamente le ve futuro, un centrismo improvisado y epidérmico que le durará mientras considere que le sea útil para sus propósitos personales. Hoy defiende un capitalismo nacional sacado del cubilete del mago, sin antecedente ni en sus planteamientos ni actuaciones. Es ingenuo si piensa que el empresariado, y no solo el gran empresariado, va a cerrar filas con él y que sus fieles seguidores lo van a acompañar en esa pirueta.
Ese oportunismo irresponsable y fugaz aunado a su talante autoritario y mesiánico hacen que su interés o cálculo por tender puentes hacia la naciente Coalición de la Esperanza no tenga ni sentido ni futuro.