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Alcanzo a recordar en mi ya remota infancia que la televisión venía en blanco negro y tenía unas pantallas de proporción 4 x 3. Al ir al cine, uno sí veía grandes lienzos sobre los que se proyectaba la película, pero pare de contar. No era como ahora, cuando la superficie rectangular de cristal plano se volvió ubicua y va desde la pantalla de un gran televisor hasta la de un teléfono o un reloj. Revisando en Corominas, encuentro que el origen de la palabra pantalla es incierto; viene quizá del catalán. El Diccionario de autoridades la define así: “Plancha delgada de varias hechuras, que se pone en la vara de los velones o candeleros, que se mueve a todas partes, se baja y se sube, como se quiere, y sirve para ponerla delante de la luz para que haga sombra y no ofenda la vista”. La palabra en su versión original, cercana a mampara, que no ayuda mucho.
Hoy la relación de tamaño más corriente es 16:9, basada en el rectángulo imaginario que desde las épocas de la gran pintura del Renacimiento se trazaba sobre los dos ojos de cualquiera e imita la mirada panorámica que proyectan en la mente. Piénsese nada más en los paisajes de Patinir y se tendrá una idea de cómo se popularizó ese rectángulo.
Las ventanas de hoy también son más grandes y sirven para aislarnos del frío y del ruido, dejando pasar sobre todo la luz. Dada la transparencia, privilegian el sentido de la vista. Por definición, el cristal o el vidrio alejan, o sea, enfrían las relaciones, claro, manteniendo los elementos esenciales. La flores pueden verse bellas en una pantalla, pero ahí no huelen a nada. El sonido que pasa por un micrófono y un parlante también distancia a la gente.
¿A qué viene esto? Bueno, lo primero es que los niños y los jóvenes, empujados más que todo por la pandemia, tienen hoy en una pantalla tantas o más relaciones con personas, fenómenos, juegos y redes sociales de las que tienen en persona. Esta abundancia corre pareja con la menor intensidad. Argumenta alguien cercano que le hubiera sido imposible realizar físicamente las reuniones virtuales que hizo y que conectaron a gente de una docena de lugares o países, para no hablar de las audiencias potenciales de centenares o miles de personas, según se habría podido, y que no cabrían en un teatro. Sin embargo, enfaticemos de nuevo que lo que se gana en amplitud se pierde en cercanía e intensidad.
Aquí viene mi visión personal. Para publicar una columna como esta me resulta esencial pasar por una corrección en papel, la cual edito con un lápiz o un bolígrafo y leyendo el texto en voz alta. La pantalla camufla los errores, los desaciertos.
No todo lo que han traído las pantallas es beneficioso. En particular para los niños y los adolescentes, representan un peligro pues los ponen en contacto con desconocidos que salen casi de la nada, contingencia mucho más difícil en la vida real. Claro, el daño final, por así llamarlo, debe consumarse en físico, pese a que también está la circulación de fotos vergonzosas que implican un claro riesgo de desprestigio y chantaje. Ya se sabe, el narcisismo desbordado es peligroso, en este caso, las selfis.
De cualquier modo, la creciente virtualidad del mundo no tiene reversa, de suerte que toca aprender y enseñar a manejar los riesgos derivados de ella. Ojo: cuidado con la piel, las confesiones y las tarjetas de crédito. Con todas ellas se pueden hacer ochas y panochas en una pantalla.