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El brexit inglés, el plebiscito por la paz en Colombia, pero sobre todo que Trump se hiciera por primera vez a la Presidencia de EE. UU. plantearon el poder de las redes sociales y convirtieron su potencial para campañas sucias en una obsesión que hoy llamamos fake news. Desde entonces la presión a las plataformas que manejan las principales redes sociales para que controlen los discursos antes, durante y después de los comicios ha crecido, llegando a un clímax en las actuales elecciones de EE. UU. ante la posibilidad de la reelección de Trump.
En la antesala de las elecciones en EE. UU., como describe Carlos Cortes, las plataformas “han implementado varias medidas sobre la marcha que aplican en forma inconsistente, dejando muchas preguntas para el futuro”. Lo hacen presionadas entre la pandemia y un Trump que grita —sin pruebas— que fue víctima de un fraude, en una espiral en la que incluso pasado el día de votaciones, durante el conteo y mientras escribía, 4 de noviembre, Facebook seguía anunciando nuevos ajustes.
La autorregulación que las redes venían diseñando en temas de desinformación está lejos de ser ideal, la moderación de contenidos basada en las normas de comunidad tiene muchos problemas y la regulación estatal se vislumbra. En todo caso, hasta hace dos meses las discusiones sobre moderación de contenidos en épocas electorales incluían reflexiones sobre cómo trasladamos a este medio el paradigma de facilitar la difusión del discurso político. Con las elecciones de 2020 en EE. UU., el susto por la crisis democrática que enfrentan nos tiene alabando exigencias de control que hacen diversos actores, incluyendo la sociedad civil, con peticiones perentorias de retirar contenidos. Es decir: de pensar en medidas respetuosas de la libertad de expresión pasamos a pedir censurar a quien aspira a dirigir una de las naciones que es potencia en el mundo.
Sea por presión o por instinto de supervivencia, las redes sociales, gestionadas por grandes empresas, asumieron un rol central en el control de la manipulación política y la contención de la posible violencia en un país dividido y polarizado. Las medidas estuvieron mayormente justificadas en que la de EE. UU. es una elección excepcional donde se debe defender la democracia controlando los mensajes que circulan en la esfera pública.
Sí, Trump es autoritario. Sí, el país está dividido. Sí, puede haber desmanes. Pero, nada de eso es diferente a tantas otras contiendas electorales recientes alrededor del mundo. Entonces, ¿este personaje justifica desarrollar normas más fuertes entregando a las plataformas más poder para dar forma al debate político en el momento culmen de la democracia —las elecciones—?
No es una pregunta menor. Hasta hace poco —antes de las redes sociales—, el paradigma no era controlar el discurso de los candidatos, sino facilitar su difusión. El Sistema Interamericano de Derechos Humanos, por ejemplo, privilegia la difusión de los discursos políticos durante las elecciones, cuando se debe dar la mayor difusión posible a la voz de las personas que disputan los cargos públicos, a tal punto que nuestros países otorgan espacios en la televisión abierta para que lleguen a todos los rincones.
La jurisprudencia de la Corte Interamericana, nos recuerda el CELE, ayuda a entender que el discurso “sobre” y “de” los políticos es de interés público porque busca proteger a quienes efectúan críticas a los poderosos, liberándolos de amenazas con acciones por daños, pero además se soporta en la idea de que la crítica pública da la capacidad de conocer e informarse sobre las ideas de las personas en cargos públicos o con aspiraciones políticas, y son esas personas las que responden por su actuar.
¿Cuál es el problema? ¿El problema es que en las redes sociales aparezca lo que piensa el presidente candidato o que en un país como EE. UU. un mentiroso autoritario sea el presidente y tenga el apoyo de la mitad de los votantes? Todas las elecciones desde que las redes sociales son protagonistas han enfrentado esa pregunta y no se ha podido demostrar que las mentiras que circulan en estas redes tengan el poder de cambiar masivamente el voto. Lo que sabemos es que son un potente instrumento de comunicación para las campañas —que las usan para bien y para mal— y que existe gran preocupación e investigación sobre los efectos de la desinformación para la democracia en forma más estructural —sobre cómo afectan el ecosistema de información—. Aun así, no puedo evitar pensar que en lugar de analizar la crisis política mundial estamos discutiendo cómo hacemos para que no se note.
Por eso, aunque haya quienes reclamen que las redes sociales no fueron noticia el 3 de noviembre porque la presión fue efectiva en la contención de la desinformación, es una afirmación que es difícil de probar. Hubo tantos cambios en las regulaciones que no es posible contrastar y tener indicadores; de hecho, esto es cierto para la moderación de contenidos en general, donde la falta de transparencia y criterios uniformes no permite evaluar. En cambio, es posible que de seguir esa ruta perdamos la facultad de desmentir los mensajes de las campañas políticas, no podremos criticarlas públicamente porque para eso necesitaríamos conocer los mensajes y los que no sean políticamente correctos tenderán a desaparecer. Pensemos: ¿si no fuera Trump, estaríamos de acuerdo en evitar que un candidato ventile dudas sobre fraude electoral?
Les dejo unas preguntas para hacernos tras las elecciones en EE. UU.: ¿es el temor el que debe guiar el desplazamiento de las líneas rojas que protegen los discursos políticos, nuestro derecho a informarnos y a conocer durante las elecciones a quienes quieren dirigirnos? ¿O son las reglas del proceso electoral las que deben garantizar que esto suceda favoreciendo más información, no menos? ¿Cómo queremos que sean en el futuro las redes sociales como espacio de debate político? Estamos en un estadio muy temprano para conocer el impacto real de las redes, está claro que no sabemos qué hacer y la cancha está cambiando, pero mientras lo pensamos vale la pena mantener un ojo en el tema de libertad de expresión y pensar en cómo podemos protegerla.