Por Jorge Enrique Robledo * En respuesta al editorial del 26 de diciembre de 2019, titulado “¿El Estado seguirá sin dar respuestas a Uber y similares?”.
Con el fallo de la Superintendencia de Industria y Comercio (SIC), van varios de autoridad legal que dicen que Uber es ilegal y que incita a la ilegalidad. La SIC explicó que la competencia desleal por la que condenó a Uber consiste en que los taxis amarillos sí cumplen la ley, mientras que los de Uber no.
Por cumplir la norma que impone los cupos, un taxi amarillo, que es legal, vale el doble o más que el de Uber, ilegal, pirata. El legal tiene que asegurar a sus pasajeros contra accidente, el ilegal no. Al legal el Estado le controla las tarifas, el ilegal abusa a su antojo con ellas. ¿Resultado? Grave crisis entre los propietarios y conductores que sí cumplen la ley porque están perdiendo sus empleos y patrimonios.
No es que no se haya legislado sobre Uber. Santos expidió un decreto dándole gusto a lo que la trasnacional presenta como su oferta —plataforma, internet, lujos que no ofrece—, pero Uber lo rechazó. Y lo rechazó porque le tocaba someterse a la ley y eso no le interesa. Uber está feliz compitiendo contra carros legales de servicio público con sus ilegales, a cuyos propietarios además les cobra el muy alto 30,66 % del costo de cada carrera, en tanto se burla de los choferes llamándolos “socios”. El negocio de Uber —y de sus iguales— no es el transporte ni el internet, es la ilegalidad. Gana plata porque actúa al margen de la ley, como ocurre con la cocaína, que no sería tan rentable si fuera legal.
Uber es una “compañía que instiga a que se rompa la ley”, dijo un tribunal alemán. Porque así la diseñaron el banco norteamericano Goldman Sachs y sus socios. ¿No será por esto que aquí le alcahuetean tanto? A su favor, solo falta que la ministra de las TIC diga que tampoco puede bloquearle la plataforma a un negocio de extorsionistas, dado que se lo impide la “neutralidad de la red”.
Sobre qué hacer hay dos opciones: que Uber —hasta con carros de lujo si quiere, y que hoy no ofrece— cumpla con la Constitución y la ley, como los taxis amarillos. O que se cambien las normas para que el transporte público individual deje de ser un servicio público y que cada empresa haga lo que le dé la gana, igual que Uber. La segunda opción obligaría al Estado a indemnizar por los cupos a los propietarios de los taxis legales, porque ellos son fruto de una imposición legal.
Establecer por Constitución y ley que los taxis no sean un servicio público sería un error garrafal, pues amenazaría el sistema de servicios públicos: educación, salud, sector financiero, electricidad, agua, etc. Y haría peor la movilidad y arrodillaría a la ciudadanía ante el monopolio.
El debate entonces no es sobre si usar o no tecnologías, a las que nadie se opone, ni sobre que el servicio de los taxis amarillos debe mejorarse. No. Para empezar, es un debate sobre ilegalidad, corrupción, abuso y complicidades.
* Senador de la República por el Polo Democrático.
Por Jorge Enrique Robledo * En respuesta al editorial del 26 de diciembre de 2019, titulado “¿El Estado seguirá sin dar respuestas a Uber y similares?”.
Con el fallo de la Superintendencia de Industria y Comercio (SIC), van varios de autoridad legal que dicen que Uber es ilegal y que incita a la ilegalidad. La SIC explicó que la competencia desleal por la que condenó a Uber consiste en que los taxis amarillos sí cumplen la ley, mientras que los de Uber no.
Por cumplir la norma que impone los cupos, un taxi amarillo, que es legal, vale el doble o más que el de Uber, ilegal, pirata. El legal tiene que asegurar a sus pasajeros contra accidente, el ilegal no. Al legal el Estado le controla las tarifas, el ilegal abusa a su antojo con ellas. ¿Resultado? Grave crisis entre los propietarios y conductores que sí cumplen la ley porque están perdiendo sus empleos y patrimonios.
No es que no se haya legislado sobre Uber. Santos expidió un decreto dándole gusto a lo que la trasnacional presenta como su oferta —plataforma, internet, lujos que no ofrece—, pero Uber lo rechazó. Y lo rechazó porque le tocaba someterse a la ley y eso no le interesa. Uber está feliz compitiendo contra carros legales de servicio público con sus ilegales, a cuyos propietarios además les cobra el muy alto 30,66 % del costo de cada carrera, en tanto se burla de los choferes llamándolos “socios”. El negocio de Uber —y de sus iguales— no es el transporte ni el internet, es la ilegalidad. Gana plata porque actúa al margen de la ley, como ocurre con la cocaína, que no sería tan rentable si fuera legal.
Uber es una “compañía que instiga a que se rompa la ley”, dijo un tribunal alemán. Porque así la diseñaron el banco norteamericano Goldman Sachs y sus socios. ¿No será por esto que aquí le alcahuetean tanto? A su favor, solo falta que la ministra de las TIC diga que tampoco puede bloquearle la plataforma a un negocio de extorsionistas, dado que se lo impide la “neutralidad de la red”.
Sobre qué hacer hay dos opciones: que Uber —hasta con carros de lujo si quiere, y que hoy no ofrece— cumpla con la Constitución y la ley, como los taxis amarillos. O que se cambien las normas para que el transporte público individual deje de ser un servicio público y que cada empresa haga lo que le dé la gana, igual que Uber. La segunda opción obligaría al Estado a indemnizar por los cupos a los propietarios de los taxis legales, porque ellos son fruto de una imposición legal.
Establecer por Constitución y ley que los taxis no sean un servicio público sería un error garrafal, pues amenazaría el sistema de servicios públicos: educación, salud, sector financiero, electricidad, agua, etc. Y haría peor la movilidad y arrodillaría a la ciudadanía ante el monopolio.
El debate entonces no es sobre si usar o no tecnologías, a las que nadie se opone, ni sobre que el servicio de los taxis amarillos debe mejorarse. No. Para empezar, es un debate sobre ilegalidad, corrupción, abuso y complicidades.
* Senador de la República por el Polo Democrático.