Es común encontrar dentro del universo académico la presunción de la relación entre el formalismo y la genialidad.
Se dice que es una correspondencia directamente proporcional, que mientras más se asciende en la obtención de títulos y cartones académicos más conocimiento tiene la persona. Pero dicha afirmación, que en ocasiones deriva en corolarios injustificados, no resulta del todo cierta. El conocimiento, ese conglomerado abstracto y general que aprendemos en las etapas sucesivas de la vida, se ha convertido en sinónimo de formalidad.
De acuerdo con la estructura del sistema educativo colombiano, se le reconoce una etiqueta a aquella persona que ha adquirido un conocimiento determinado que, en todas las veces, se demuestra con una impresión sobre un papel. Por tanto, se llama bachiller a aquella persona que cursó y cumplió con los requisitos de la educación preescolar, básica y media; universitario, licenciado o profesional a la que ha hecho lo suyo con el pregrado; especialista al de la especialización, y así sucesivamente, hasta llegar al posdoctorado. Lo curioso del asunto es que fuera de este sistema (técnicos y tecnólogos, inclusive) nadie, o por lo menos socialmente hablando, es reconocido como educado.
Sin embargo, la historia y sus personajes han demostrado lo contrario: desde inventores hasta escritores, pasando por matemáticos y artistas, han sentido que la enseñanza desde las instituciones es una utopía, una costumbre inútil que menoscaba su progreso intelectual. Por el contrario, ven en su soledad una forma más cómoda y segura de aprender las nociones universales o por lo menos las de su interés. Y es allí, cuando la concentración se conjuga con el gusto y el querer, donde la verdadera educación florece.
¿Qué sería de los grandes maestros de la literatura (los autodidactas, por supuesto) si hubieran culminado sus estudios formales? Seguramente no tendríamos hoy El ruido y la furia de Faulkner, El gran Gatsby de F.S. Fitzgerald, El viejo y el mar de Hemingway, La caverna de Saramago, Guerra y paz de Tolstói, Hojas de hierba de Whitman, Oliver Twist de Dickens, Fahrenheit 451 de Bradbury, Los crímenes de la calle Morgue de Poe, o los hermosos cuentos de Jack London.
Sorprendentemente, el caso colombiano no dista mucho de esa realidad del autodidacta. Gabriel García Márquez, nuestro único nobel de literatura, nunca estudió en una facultad de letras, antes bien, se retiró en octavo semestre de derecho; Estanislao Zuleta, psicólogo y filósofo paisa, dejó el colegio en noveno grado para estudiar por su propia cuenta; José María Vargas Vila se educó en la biblioteca de su amigo Leandro María Pulido, cura de Siachoque, al no poder terminar la secundaria. Y así, muchos otros intelectuales, como el maestro Fernando Soto Aparicio, León de Greiff, Gonzalo Arango, William Ospina, etc.
En conclusión, no afirmo, a manera de reproche, que el sistema educativo en Colombia y en el mundo sea un engaño. Sólo digo que en algunas ocasiones los intereses de los estudiantes superan la visión rígida de las aulas de clase, los tableros y las planas, para reconocer en sí mismos la verdadera virtud del amor por el conocimiento y la sabiduría. Resulta oportuno, entonces, parafrasear lo que alguna vez Einstein afirmó: “La educación es lo que queda después de haber olvidado lo aprendido en la escuela”.
*Juan Camilo Puentes
Es común encontrar dentro del universo académico la presunción de la relación entre el formalismo y la genialidad.
Se dice que es una correspondencia directamente proporcional, que mientras más se asciende en la obtención de títulos y cartones académicos más conocimiento tiene la persona. Pero dicha afirmación, que en ocasiones deriva en corolarios injustificados, no resulta del todo cierta. El conocimiento, ese conglomerado abstracto y general que aprendemos en las etapas sucesivas de la vida, se ha convertido en sinónimo de formalidad.
De acuerdo con la estructura del sistema educativo colombiano, se le reconoce una etiqueta a aquella persona que ha adquirido un conocimiento determinado que, en todas las veces, se demuestra con una impresión sobre un papel. Por tanto, se llama bachiller a aquella persona que cursó y cumplió con los requisitos de la educación preescolar, básica y media; universitario, licenciado o profesional a la que ha hecho lo suyo con el pregrado; especialista al de la especialización, y así sucesivamente, hasta llegar al posdoctorado. Lo curioso del asunto es que fuera de este sistema (técnicos y tecnólogos, inclusive) nadie, o por lo menos socialmente hablando, es reconocido como educado.
Sin embargo, la historia y sus personajes han demostrado lo contrario: desde inventores hasta escritores, pasando por matemáticos y artistas, han sentido que la enseñanza desde las instituciones es una utopía, una costumbre inútil que menoscaba su progreso intelectual. Por el contrario, ven en su soledad una forma más cómoda y segura de aprender las nociones universales o por lo menos las de su interés. Y es allí, cuando la concentración se conjuga con el gusto y el querer, donde la verdadera educación florece.
¿Qué sería de los grandes maestros de la literatura (los autodidactas, por supuesto) si hubieran culminado sus estudios formales? Seguramente no tendríamos hoy El ruido y la furia de Faulkner, El gran Gatsby de F.S. Fitzgerald, El viejo y el mar de Hemingway, La caverna de Saramago, Guerra y paz de Tolstói, Hojas de hierba de Whitman, Oliver Twist de Dickens, Fahrenheit 451 de Bradbury, Los crímenes de la calle Morgue de Poe, o los hermosos cuentos de Jack London.
Sorprendentemente, el caso colombiano no dista mucho de esa realidad del autodidacta. Gabriel García Márquez, nuestro único nobel de literatura, nunca estudió en una facultad de letras, antes bien, se retiró en octavo semestre de derecho; Estanislao Zuleta, psicólogo y filósofo paisa, dejó el colegio en noveno grado para estudiar por su propia cuenta; José María Vargas Vila se educó en la biblioteca de su amigo Leandro María Pulido, cura de Siachoque, al no poder terminar la secundaria. Y así, muchos otros intelectuales, como el maestro Fernando Soto Aparicio, León de Greiff, Gonzalo Arango, William Ospina, etc.
En conclusión, no afirmo, a manera de reproche, que el sistema educativo en Colombia y en el mundo sea un engaño. Sólo digo que en algunas ocasiones los intereses de los estudiantes superan la visión rígida de las aulas de clase, los tableros y las planas, para reconocer en sí mismos la verdadera virtud del amor por el conocimiento y la sabiduría. Resulta oportuno, entonces, parafrasear lo que alguna vez Einstein afirmó: “La educación es lo que queda después de haber olvidado lo aprendido en la escuela”.
*Juan Camilo Puentes