En Colombia casi todo está a la venta. La política es una de las “mercancías” que más se mueve por esta época: el mejor postor obtiene los votos, y quienes negocian los sufragios no tienen derecho a reclamar nada de aquellos a los que eligen de forma espuria. Lo terrible de todo ese funesto trueque es que los contratos estatales y el manejo ilegal de la salud y la educación, entre otros entuertos, son los que, a la postre, subsidian las ansias de poder y riqueza de los que ven en la democracia un botín lleno de oportunidades para utilizar en beneficio propio. Paradójicamente, los votos del pueblo se compran con los recursos del mismo pueblo. Parece increíble, pero es cierto.
Otro de los elementos determinantes que dan cuenta de la decadencia en la que está sumida nuestra política (aparte de los ríos de plata que corren en una campaña electoral) es la falta de coherencia de quienes la ejercen. Nunca como hoy la política había caído tan bajo. Esta seudodemocracia en la que vivimos no se ha caracterizado por tener partidos fuertes, comprometidos con una seria oposición. Desde el Frente Nacional, la mermelada de la que se habla con tanto desparpajo por estos días ha existido en otras presentaciones y todos los gobiernos la han repartido a sus anchas, lo que ha contribuido a que impere un malsano unanimismo. La base de la democracia es el disenso. Con excepción del Polo, en los últimos años, todos los otros partidos se han “acomodado”.
Lo cierto es que la compra de conciencias no había llegado al extremo delirante que hoy nos asuela y mucho menos había sido manejada con semejante cinismo. La mermelada de la politiquería es más popular que la de untar y nadie parece escandalizarse por ello. A la repartija de gabelas, posiciones burocráticas y cupos parlamentarios hoy se le conoce con el nombre de “Unidad Nacional”, unidad para mantener intactos los intereses de unos pocos y no para buscar el bien común como debería ser. Utilizando la mampara de la paz, nos quieren hacer creer que les duele el país. ¡Pura paja!
La incoherencia política es el punto de partida de la corrupción, porque los ideales se terminan canjeando por puestos y jugosos contratos.
En Colombia no hay partidos serios como en otras latitudes del mundo. Aquí solo contamos con grupos de políticos que se reúnen en torno a un nombre común, sin ideología de ninguna clase o incluso con ideologías disímiles, tratando cada quien de sacar su tajada del pastel.
Al final, esa falta de coherencia es la que ocasiona que el bolsillo piense más que la razón. Lo peor de todo es que dicha práctica es promovida y patrocinada por las cabezas del Estado. ¡Qué tristeza!
Y no es solo el clientelismo, aberrante de por sí. Bajo la apariencia de un departamento y unas ciudades que se “modernizan”, en el nivel subterráneo o en el mismo plano, aunque intermitentes en su visibilidad, se mueven la corrupción y la ilegalidad como canales de circulación de poderes y dinero, frecuentemente articuladas a la política, que es otro de los canales de acumulación y distribución. Pues lo que ocurrió en el caso Odebrecht fue que lo invisible, el llamado lado oscuro de la política, saltó a la luz de la opinión pública. En la actualidad, el sistema político es más clientelista y más corrupto de lo que era hace décadas.
Daniel González Monery.
Envíe sus cartas a lector@elespectador.com
En Colombia casi todo está a la venta. La política es una de las “mercancías” que más se mueve por esta época: el mejor postor obtiene los votos, y quienes negocian los sufragios no tienen derecho a reclamar nada de aquellos a los que eligen de forma espuria. Lo terrible de todo ese funesto trueque es que los contratos estatales y el manejo ilegal de la salud y la educación, entre otros entuertos, son los que, a la postre, subsidian las ansias de poder y riqueza de los que ven en la democracia un botín lleno de oportunidades para utilizar en beneficio propio. Paradójicamente, los votos del pueblo se compran con los recursos del mismo pueblo. Parece increíble, pero es cierto.
Otro de los elementos determinantes que dan cuenta de la decadencia en la que está sumida nuestra política (aparte de los ríos de plata que corren en una campaña electoral) es la falta de coherencia de quienes la ejercen. Nunca como hoy la política había caído tan bajo. Esta seudodemocracia en la que vivimos no se ha caracterizado por tener partidos fuertes, comprometidos con una seria oposición. Desde el Frente Nacional, la mermelada de la que se habla con tanto desparpajo por estos días ha existido en otras presentaciones y todos los gobiernos la han repartido a sus anchas, lo que ha contribuido a que impere un malsano unanimismo. La base de la democracia es el disenso. Con excepción del Polo, en los últimos años, todos los otros partidos se han “acomodado”.
Lo cierto es que la compra de conciencias no había llegado al extremo delirante que hoy nos asuela y mucho menos había sido manejada con semejante cinismo. La mermelada de la politiquería es más popular que la de untar y nadie parece escandalizarse por ello. A la repartija de gabelas, posiciones burocráticas y cupos parlamentarios hoy se le conoce con el nombre de “Unidad Nacional”, unidad para mantener intactos los intereses de unos pocos y no para buscar el bien común como debería ser. Utilizando la mampara de la paz, nos quieren hacer creer que les duele el país. ¡Pura paja!
La incoherencia política es el punto de partida de la corrupción, porque los ideales se terminan canjeando por puestos y jugosos contratos.
En Colombia no hay partidos serios como en otras latitudes del mundo. Aquí solo contamos con grupos de políticos que se reúnen en torno a un nombre común, sin ideología de ninguna clase o incluso con ideologías disímiles, tratando cada quien de sacar su tajada del pastel.
Al final, esa falta de coherencia es la que ocasiona que el bolsillo piense más que la razón. Lo peor de todo es que dicha práctica es promovida y patrocinada por las cabezas del Estado. ¡Qué tristeza!
Y no es solo el clientelismo, aberrante de por sí. Bajo la apariencia de un departamento y unas ciudades que se “modernizan”, en el nivel subterráneo o en el mismo plano, aunque intermitentes en su visibilidad, se mueven la corrupción y la ilegalidad como canales de circulación de poderes y dinero, frecuentemente articuladas a la política, que es otro de los canales de acumulación y distribución. Pues lo que ocurrió en el caso Odebrecht fue que lo invisible, el llamado lado oscuro de la política, saltó a la luz de la opinión pública. En la actualidad, el sistema político es más clientelista y más corrupto de lo que era hace décadas.
Daniel González Monery.
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