Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Publica El Espectador un artículo que no merecería comentario si no fuera por el hecho de que desvía la atención sobre la sustancia misma de la discusión que se inicia con el Premio Nacional de Literatura, concedido este año al poeta Horacio Benavides.
En efecto, la cuestión no es ya de si la obra es buena o no, cosa que parece ya evidente cuando viene respaldada por la editorial misma que la publicó (Monte Ávila), sino también, y quizás sobre todo, por los 88 escritores que la saludaron con entusiasmo, entre quienes figuran Óscar Collazos, Maruja Vieira, William Ospina, Juan Manuel Roca, Darío Jaramillo y nada menos que cuatro de los poetas que fueron finalistas en el mismo premio —Carlos Vásquez Tamayo, Mery Yolanda Sánchez, Felipe García Quintero y María Clemencia Sánchez— y un etcétera. A no ser, claro, que entre los 89 escritores que se han expresado sea la opinión solitaria del señor Alvarado la que prevalezca, cosa que francamente dudo.
Pero la cuestión del debate no es, digo, estética, sino ética. Una discusión estética, cuando se “pierde”, deja mal parado intelectualmente al perdedor, pero las cuestiones éticas van un tanto más lejos. El artículo escamotea el debate al no mencionar que entre los libros que optaron por el premio se encontraba también uno (Los goces del cuerpo) de quien se lanzó (con todos los materiales extraíbles de la sentina interior en la que vive) contra el premio y contra aquel a quien le fue concedido. No quiero ni pensar qué clase de heroína sería hoy la señora ministra de Cultura si la obra premiada hubiera sido la de Harold Alvarado, quien habría recibido alborozado el premio: ya ni el ministerio ni el premio habrían estado en cuestión. Y es ética, sobre todo, porque lo que está en el centro es un asunto moral: la honradez de los jurados, de la ministra, del ministerio y la del ganador, y, de paso, hasta la de todos aquellos que ladinamente menciona el artículo que ganaron alguna vez algún premio del ministerio (pudo ponerme a mí en la lista, que gané una beca de creación por allá en 2005). Y es ética también por esto, que repito: la honradez intelectual de Alvarado dependió en este caso de si el peculio iba a un bolsillo (el de Horacio) o a otro: el de él. En resumen: la voz comprada. Y ni mencionaré siquiera la incongruencia mental del señor Alvarado: si consideraba al premio y al ministerio como corruptos, si considera corruptos a los jurados (y corruptos los amigos de los jurados, como corruptos también los editores de Monte Ávila, etc., etc.), ¿por qué puso su obra en consideración de tal paisaje? ¡Qué lejos Alvarado de la nobleza de los cuatro finalistas que saludaron la obra ganadora!
En cuanto a las acusaciones a Fernando Rendón y al Festival Internacional de Poesía de Medellín, ya daremos en estos días una respuesta adecuada.
Gabriel Jaime Franco. Representante, Corporación de Arte y Poesía Prometeo.
Envíe sus cartas a lector@elespectador.com.