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El pasado 28 de febrero, las democracias liberales alrededor del globo vieron con un sentimiento de extrañeza y desasosiego la reunión entre el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, el vicepresidente J. D. Vance y el presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski. La pelea en vivo, en la que Trump y Vance instaron a Zelenski a reconocer que la guerra estaba perdida y que los fuertes (EE. UU. y Rusia) imponen condiciones mientras los débiles (Ucrania y quizá Europa) las aceptan, puede parecer completamente inusitada en el escenario de la diplomacia internacional. Sin embargo, hay un interesante antecedente en la Guerra del Peloponeso, que conocemos gracias a Tucídides.
La Guerra del Peloponeso fue, para los griegos, una guerra mundial. Las dos polis más poderosas de la Hélade se enfrentaron la una a la otra. Por un lado, la militarista, moralista y tradicional Esparta, y por el otro, Atenas, comercial, democrática e imperialista. Dado el tamaño y el poder de ambas polis (relativo a Grecia), la guerra se luchó en muchos escenarios y a través de aliados. Atenas había fundado su imperio a través de una liga que se había originado para responder a la agresión de los persas. Sin embargo, lo que originalmente era una alianza defensiva se había convertido de facto en un imperio y, cuando una polis se negaba a obedecer a Atenas, los atenienses respondían con fuerza, arrasaban esas polis e imponían regímenes afines.
El imperialismo de Atenas alcanzó su punto álgido en el verano del 416 a. C., cuando pretendió conquistar Melos. Hasta entonces, los melios habían permanecido neutrales en el conflicto entre espartanos y atenienses, por lo que este intento de Atenas era particularmente oprobioso. Desembarcadas las tropas atenienses, estos enviaron emisarios a dialogar con los melios con la esperanza de que se rindieran sin mayor resistencia, dada la superioridad ateniense. Cuando empieza el diálogo, los melios intentan apelar a la moralidad de los atenienses (uno aquí podría pensar en el hecho indiscutible de que Rusia inició una guerra de agresión contra Ucrania). Estos, sin embargo, rechazan esos argumentos y hablan con la dura franqueza del realismo.
“Nosotros no vamos a hablar con palabras hermosas sobre cómo tenemos un imperio porque logramos vencer a los persas o sobre la injusticia de nuestro asedio, ni vamos a presentar largos argumentos que ustedes no van a creer. Así mismo, esperamos que no piensen que nos van a convencer diciendo que, a pesar de ser colonos de los espartanos, no se unirán a su campaña o que no han cometido injusticias contra nosotros. En cambio, preocupémonos, siendo honestos, por lograr aquellas cosas que son posibles para cada uno de nosotros. Sabiendo ustedes, como nosotros, que la justicia, por un lado, se decide entre los que por necesidad son iguales y que, por el otro, los que tienen el poder prevalecen y los débiles ceden” (5.89, mi traducción).
De estas palabras surge una escuela realista de la política, con exponentes como Maquiavelo y Kissinger. El argumento ateniense no carece de atractivo: la justicia o la moral no aplican cuando hay tal desbalance de poder que permite a un lado imponerse. El anterior diálogo ha sido influyente en esta escuela, y es evidente que el realismo ha rendido frutos en la política en muchos casos. Sin embargo, el realismo político tiene dos problemas. Primero, no por decir que se es realista se garantiza una visión objetiva del mundo; podemos engañarnos sobre los factores reales. Segundo, la historia. Los melios, convencidos de la justicia de su causa, lucharon hasta el terrible final en el que fueron conquistados y masacrados; es decir, que, a pesar del poder del argumento, este no fue convincente. Más importante aún, los atenienses terminaron perdiendo la guerra. No solo fue inútil conquistar Melos, sino que esa mentalidad condujo a la unión de Grecia contra ellos y a errores de juicio que los llevaron a la derrota.
Los realistas que se inspiran, consciente o inconscientemente, en este pasaje, olvidan el big picture que tanto dicen conocer. ¿No será que esta descarnada crueldad realista con la que Trump trata a los ucranianos puede terminar por desbaratar la alianza que tantos predecesores lucharon por construir y agrandar? No sé si sea a tiempo para que Ucrania se salve, pero puede ser a tiempo para que Estados Unidos, como Atenas, se quede solo.
Por José Miguel Gómez-Arbeláez
