¿Cuánto pesa la melanina?
Mauricio Díaz-Beltrán
Uno de los versos del poema titulado “¡Me gritaron negra!”, de la artista peruana Victoria Santa Cruz, dice: “Seguía llevando a mi espalda mi pesada carga. Y cómo pesaba”. Se refiere a la carga que la sociedad le ha impuesto por ser negra. Cinco siglos de menosprecio y humillaciones. No es poco pesada. Se diría entonces que al menos la mayoría de los negros y negras que comparten esta carga, dado lo severa que es, tendrían una conciencia plena, material e histórica de ello, pero no. Para muchos afrodescendientes, las condiciones adversas a las cuales están sometidos, como el ser pobre, no tener acceso a una educación de calidad o subsistir realizando trabajos que nadie quiere hacer, les resultan inherentes a su existencia, y eso implica tácitamente la aceptación de su ser racializado; una forma de racismo autoinfligido.
No está en discusión que el cambio de paradigmas éticos y políticos, junto a la digna lucha de las gentes que de manera histórica han defendido su negritud (sobre todo en la segunda mitad del siglo XX), defensa que va desde encontrar belleza en nuestras narices anchas y cabellos rizados hasta la conservación en esencia de nuestros bailes, cantos y fonética, resultaron en un acervo de derechos impensable a luz del pasado para los negros que vivimos hoy. El tener un nombre, el elegir cómo vestirnos, el no vivir bajo el menoscabo de la palabra y los maltratos del capataz; en una idea: el ser libres. Pero la historia no acaba ahí. El racismo y la racialización persisten, y por tanto ha de persistir su contraparte dialéctica: la lucha de nosotros, los negros, por defender el derecho que enarbola todos nuestros derechos: el ser negros sin que eso propicie que se nos arrebate nuestra circunstancia de humanos libres e iguales.
Así como las formas de violencia instituidas en la infraestructura que habitamos, base material y determinante de la estructura de la sociedad, se han modificado y adaptado al paradigma político de los tiempos que corren, también han de modificarse las formas de resistir esta violencia y los espacios en los que el resistir tiene lugar. Ya no es el palo del gamonal golpeando la espalda del negro o el hacendado abusando sexualmente de la negra en la maloliente caballeriza; son las condiciones presentes engendradas por ese pasado, por ejemplo, las dificultades sistemáticas que las personas negras encontramos para acceder a un sistema de salud de calidad y a bajo costo (que es lo que la mayoría podemos pagar), o a un sistema de acueducto y saneamiento básico que suceda en condiciones dignas de vida, o a un mercado laboral con empleos cuyos montos salariales permitan acceso a niveles efectivos de consumo, ahorro y crédito.
Pesa el ser negro. No es una carga per se, es una carga impuesta. Y deshacerse de ella requiere dos cosas: primero, resignificar nuestra condición negra y con ello dignificar nuestra existencia, y segundo, entender los mecanismos que legítimamente llevan a lo primero, como no es el caso del espejismo de la inclusión, aprovechado por marcas y corporaciones al usar personas negras como actores y modelos en los productos que venden a una sociedad capitalista que históricamente ha aplastado, precisamente, a las personas negras.
Uno de los versos del poema titulado “¡Me gritaron negra!”, de la artista peruana Victoria Santa Cruz, dice: “Seguía llevando a mi espalda mi pesada carga. Y cómo pesaba”. Se refiere a la carga que la sociedad le ha impuesto por ser negra. Cinco siglos de menosprecio y humillaciones. No es poco pesada. Se diría entonces que al menos la mayoría de los negros y negras que comparten esta carga, dado lo severa que es, tendrían una conciencia plena, material e histórica de ello, pero no. Para muchos afrodescendientes, las condiciones adversas a las cuales están sometidos, como el ser pobre, no tener acceso a una educación de calidad o subsistir realizando trabajos que nadie quiere hacer, les resultan inherentes a su existencia, y eso implica tácitamente la aceptación de su ser racializado; una forma de racismo autoinfligido.
No está en discusión que el cambio de paradigmas éticos y políticos, junto a la digna lucha de las gentes que de manera histórica han defendido su negritud (sobre todo en la segunda mitad del siglo XX), defensa que va desde encontrar belleza en nuestras narices anchas y cabellos rizados hasta la conservación en esencia de nuestros bailes, cantos y fonética, resultaron en un acervo de derechos impensable a luz del pasado para los negros que vivimos hoy. El tener un nombre, el elegir cómo vestirnos, el no vivir bajo el menoscabo de la palabra y los maltratos del capataz; en una idea: el ser libres. Pero la historia no acaba ahí. El racismo y la racialización persisten, y por tanto ha de persistir su contraparte dialéctica: la lucha de nosotros, los negros, por defender el derecho que enarbola todos nuestros derechos: el ser negros sin que eso propicie que se nos arrebate nuestra circunstancia de humanos libres e iguales.
Así como las formas de violencia instituidas en la infraestructura que habitamos, base material y determinante de la estructura de la sociedad, se han modificado y adaptado al paradigma político de los tiempos que corren, también han de modificarse las formas de resistir esta violencia y los espacios en los que el resistir tiene lugar. Ya no es el palo del gamonal golpeando la espalda del negro o el hacendado abusando sexualmente de la negra en la maloliente caballeriza; son las condiciones presentes engendradas por ese pasado, por ejemplo, las dificultades sistemáticas que las personas negras encontramos para acceder a un sistema de salud de calidad y a bajo costo (que es lo que la mayoría podemos pagar), o a un sistema de acueducto y saneamiento básico que suceda en condiciones dignas de vida, o a un mercado laboral con empleos cuyos montos salariales permitan acceso a niveles efectivos de consumo, ahorro y crédito.
Pesa el ser negro. No es una carga per se, es una carga impuesta. Y deshacerse de ella requiere dos cosas: primero, resignificar nuestra condición negra y con ello dignificar nuestra existencia, y segundo, entender los mecanismos que legítimamente llevan a lo primero, como no es el caso del espejismo de la inclusión, aprovechado por marcas y corporaciones al usar personas negras como actores y modelos en los productos que venden a una sociedad capitalista que históricamente ha aplastado, precisamente, a las personas negras.