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Por Sandra Sánchez López*
Aunque hace más de un buen rato las cuestiones de género son una prioridad en la militancia proderechos e incluso en ciertos sectores de la academia, es verdad que la discusión pública sobre el tema aumenta rápidamente desde hace alrededor de cuatro años, y con mayor claridad hace alrededor de dos, cuando más personas se convencen de que el género es un asunto determinante y un trazo moldeador de nuestra cotidianidad íntima y social. Eso es motivo de celebración. Las noticias como las de las recientes denuncias a miembros del Ejército, al cineasta Ciro Guerra y al profesor de matemáticas de la Universidad Distrital antes podían ser marginales en la agenda mediática, una lata de las feministas o de los medios con enfoque diferencial. Hoy no solo estas noticias están circulando en todos los medios como tema de interés general, sino que prueban ser un motor en el debate sobre la sociedad que tenemos y la que queremos construir, mas allá de los lugares donde típicamente se ponía sobre la mesa.
Una de las personas con megáfono en esa discusión pública ha sido Carolina Sanín, quien para algunos resulta demasiado controversial, en el mejor de los casos. Sanín ha dicho que, en el episodio Guerra, predomina la narrativa espectacularizante y la monstrificación. Esa espectacularización, aseguró, es la que se inauguró con O. J. Simpson cuando se le juzgaba por el asesinato de su esposa y los medios y las audiencias se regodeaban en la trama de eso que se volvió casi telenovela. La monstrificación, comentó, es el señalamiento rabioso al que se somete no solo al presunto implicado, sino a cualquiera que deje de adherirse a la versión, a la monohistoria de “él es malo, nosotros buenos”. A pesar de las críticas que se le puedan hacer a Sanín, varios de sus puntos podrían hacer bien para seguir pensando cómo entrarle al tema del género y cómo seguir saliendo de las desigualdades de tan larga data.
La espectacularización que apuntó Sanín guarda un trasfondo que es significativo en clave histórica. Sanín insistió en que esa narrativa deja intactas las verticalidades que entraña el orden de género y que se mediatizan para el consumo de contenidos que aún hoy venden y enganchan a la gente: la mujer merece compasión, mientras que el hombre, aunque antihéroe, merece atención y llena los titulares. Es decir, las mujeres siguen en la tras-escena, incluso cuando se defienden sus derechos. Esto en lenguaje simplificado de historia de género significaría que los hechos se cuentan todavía con voz de patriarcado.
Pero, más allá de esto, la espectacularización de la que habla Sanín es sugerente porque abre la pregunta sobre qué tanto estamos en realidad reinventándonos con ciertas acciones que acometemos y qué tanto estamos replicando lo de siempre con esas mismas acciones que creemos emancipatorias. Y la verdad es que la historia de la humanidad, el pasado, está lleno de esas ambivalencias, de revoluciones que transformaron, sí, pero que también terminaron por reinstalar rutinarias formas de dominación. Sin embargo, conociendo porciones de ese pasado que se muestra contradictorio muchas veces, parece igual una apuesta razonable permitir que se anoten y debatan esas ambivalencias para reafianzar las intenciones de cambio y justicia que van de la mano de las demandas de género.
La historia de muchas de las victorias más radicales de los 50, 60 y 70 del siglo XX en materia de género se dieron a punta de desacuerdos, disputas y fricciones entre las mujeres y hombres trans que empezaban a transformar sus cuerpos, los hombres gais que lideraban el movimiento de emancipación homosexual y las mujeres lesbianas y heterosexuales que insistían en que la lucha permanecía masculinizada y las marginalizaba. Es decir, las victorias se dieron porque se resaltaron las contradicciones, lo que constituía un logro desde una óptica y una puja dese otra. Se descriminalizó la homosexualidad progresivamente, las personas trans empezaron a acceder a servicios médicos, las mujeres participaron de una revolución sexual con mayores garantías de contracepción.
La monstrificación a la que se refirió Sanín tiene que ver también con la necesidad de desarticular una única versión que, cuando se legitima, empieza a negar la posibilidad misma del debate y, con ello, de la transformación. Para Sanín, el encasillamiento del presunto culpable trae como consecuencia, en un relato de buenos y malos, que cualquier persona que se distancie de ese relato y quiera ahondar, preguntar más, repensar formas de lidiar con la problemática del género, incluso para seguir avanzándola positivamente, sea cuestionada, también señalada y convertida en otro malo del binomio del bien y del mal. En las empresas de resistencia más visibles de la historia se detuvo el cambio cuando una versión dominó y excluyó a las demás. El PRI, Partido Revolucionario Institucional de México, institucionalizó lo revolucionario porque impuso una mirada de la Revolución mexicana. La revolución que validó fue la del centro del país, la que siguió considerando a los indígenas y los campesinos gente de segunda categoría. Las preguntas se cerraron y, a pesar de que Lázaro Cárdenas intentó entre 1934 y 1940 integrar la mirada del campo a la implementación de la revolución, el PRI afiló el relato revolucionario único con presidentes como Miguel Alemán, entre 1946 y 1952, y hasta el año 2000.
Por riesgosa que parezca la multiplicación de relatos y puntos de vista, la historia muestra que es así como mejor podemos continuar construyendo nuevos horizontes de inclusión, derechos y justicia. En ese sentido, además de las importantes denuncias de los abusos, de cómo y porqué hacerlas, también se hace urgente recomponer las masculinidades e integrar a los hombres en este debate, no para mantener sus privilegios de siempre, sino para hacerlos aliados de una transformación de género más sostenida y longeva. De momento, muchos lo que tienen es miedo, sin realmente cambiar. Ese miedo paraliza y, además, puede generar reacciones nefastas, retrocesos, en el proceso y lo que ya se ha andado.
* Historiadora, analista de medios, profesora de la Universidad de los Andes.