El inicio del asombro
Carlos Mario Borja Valdés
Hoy en día son escasos los viajes y muchos los destinos. Uno podría hablar de la etimología, empezar por la lengua como excusa para decir que “viaje” viene del catalán y que es una especie de milagro producto de la unión del castellano y el francés, hasta llegar a la simple conclusión que corrige lo dicho al hablar nada más de una corrupción del latín viaticum y que su significado algo tiene que ver con camino. Siguiendo esta lógica todo aquel que va a Roma ha estado en Roma, pero eso no es necesariamente cierto aunque todos los caminos lleven a ella.
Pero tomemos nuevamente la etimología, démosle una segunda oportunidad. Viaticum, que luego los que hablamos esta lengua la vamos a transformar en la palabra que conocemos como viático y que tiene dentro de sí camino —efectivamente, hacer camino es viajar—, con la salvedad de que agrega una arista antes olvidada: la de pago, la de costo, la de pérdida. Entregar algo para poder caminar. Cuando Hans Castorp, el personaje de La montaña mágica, decide en un receso laboral una especie de sabático burgués, ir a visitar a su primo a un sanatorio en Suiza, muy lejos de su trabajo en Alemania, no sólo olvida lentamente todo lo que era su vida en Hamburgo, perdiendo lo que lo habitaba —la profesión y el interés de regresar—, sino que todo lo que existe en esa montaña lo señala; la inmensidad del paisaje que lo rodea muestra algo horroroso en él y, más que deslumbrarse, se ve obligado a mirar hacia adentro e implicarse a sí mismo. Siguiendo lo anterior, Thomas Mann dice: el espacio conlleva al olvido; el olvido aquí puede entenderse también como asistir a la muerte de algo que nos habita y, por ende, a dar lo que se pide, entregar algo propio, para poder ir de un lugar a otro, de un estado a otro, de un momento a otro.
¿Y el espacio? Si tanta literatura nombra los hoteles como un espacio extrañísimo, raro si se habita por más de una semana como dice Burgos Cantor, y si cuesta tanto el conciliar sueño cuando hay mudanzas, ha de ser por algo. Proust lo describe en A la sombra de las muchachas en flor, cuando al llegar a un hotel, lejos de su madre y de las cosas que le son familiares, no puede dormir. No descansa, según dice el personaje, porque las cosas son una extensión de él mismo. Los objetos tienen nombre porque uno los hace propios, una parte de sí, y son cosas que conforman un statu quo y tienen significado subjetivo. Al estar lejos de ellos, viendo otros ajenos, uno está frente a su propia ausencia: la cama en la que mi madre viene a darme el beso de buenas noches, la puerta que rechina un poco antes de que ella entre, la luz cálida que se enciende a su paso, el sonido de la madera en el suelo al acercarse, el colchón que se hunde al ella sentarse; todos esos objetos en un solo lugar y con una forma específica que no admiten igual y que derivan en la extrañeza del espacio y después en nostalgia, melancolía.
El viaje, viaticum, viatge (en catalán) involucra desajuste. El que viaja se implica a sí mismo en el lugar. Y no asiste a él únicamente. Si va a Roma, lleva a Roma dentro de sí. Porque ese espacio que es de alguna manera su tormento es también el inicio de su asombro.
Hoy en día son escasos los viajes y muchos los destinos. Uno podría hablar de la etimología, empezar por la lengua como excusa para decir que “viaje” viene del catalán y que es una especie de milagro producto de la unión del castellano y el francés, hasta llegar a la simple conclusión que corrige lo dicho al hablar nada más de una corrupción del latín viaticum y que su significado algo tiene que ver con camino. Siguiendo esta lógica todo aquel que va a Roma ha estado en Roma, pero eso no es necesariamente cierto aunque todos los caminos lleven a ella.
Pero tomemos nuevamente la etimología, démosle una segunda oportunidad. Viaticum, que luego los que hablamos esta lengua la vamos a transformar en la palabra que conocemos como viático y que tiene dentro de sí camino —efectivamente, hacer camino es viajar—, con la salvedad de que agrega una arista antes olvidada: la de pago, la de costo, la de pérdida. Entregar algo para poder caminar. Cuando Hans Castorp, el personaje de La montaña mágica, decide en un receso laboral una especie de sabático burgués, ir a visitar a su primo a un sanatorio en Suiza, muy lejos de su trabajo en Alemania, no sólo olvida lentamente todo lo que era su vida en Hamburgo, perdiendo lo que lo habitaba —la profesión y el interés de regresar—, sino que todo lo que existe en esa montaña lo señala; la inmensidad del paisaje que lo rodea muestra algo horroroso en él y, más que deslumbrarse, se ve obligado a mirar hacia adentro e implicarse a sí mismo. Siguiendo lo anterior, Thomas Mann dice: el espacio conlleva al olvido; el olvido aquí puede entenderse también como asistir a la muerte de algo que nos habita y, por ende, a dar lo que se pide, entregar algo propio, para poder ir de un lugar a otro, de un estado a otro, de un momento a otro.
¿Y el espacio? Si tanta literatura nombra los hoteles como un espacio extrañísimo, raro si se habita por más de una semana como dice Burgos Cantor, y si cuesta tanto el conciliar sueño cuando hay mudanzas, ha de ser por algo. Proust lo describe en A la sombra de las muchachas en flor, cuando al llegar a un hotel, lejos de su madre y de las cosas que le son familiares, no puede dormir. No descansa, según dice el personaje, porque las cosas son una extensión de él mismo. Los objetos tienen nombre porque uno los hace propios, una parte de sí, y son cosas que conforman un statu quo y tienen significado subjetivo. Al estar lejos de ellos, viendo otros ajenos, uno está frente a su propia ausencia: la cama en la que mi madre viene a darme el beso de buenas noches, la puerta que rechina un poco antes de que ella entre, la luz cálida que se enciende a su paso, el sonido de la madera en el suelo al acercarse, el colchón que se hunde al ella sentarse; todos esos objetos en un solo lugar y con una forma específica que no admiten igual y que derivan en la extrañeza del espacio y después en nostalgia, melancolía.
El viaje, viaticum, viatge (en catalán) involucra desajuste. El que viaja se implica a sí mismo en el lugar. Y no asiste a él únicamente. Si va a Roma, lleva a Roma dentro de sí. Porque ese espacio que es de alguna manera su tormento es también el inicio de su asombro.