Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
En el presente siglo, caracterizado por la sofisticación de lo artificial en el concepto de humanidad, cuando nos sumergimos en el análisis de la economía y las estructuras socioeconómicas que moldean nuestras sociedades, es inevitable cuestionarnos si lo que estamos presenciando realmente se ajusta a la definición clásica del capitalismo como los exaltados bocazas resaltan en cada “crítica” y elogio. En el contexto colombiano, este interrogante adquiere una dimensión peculiar, pues la historia y la actualidad del país nos presentan una amalgama de sistemas económicos y sociales que desafían nuestras percepciones tradicionales de lo que implica el capitalismo. Es aquí donde lo folclórico (entiéndase como lo tradicional del discurso económico) carece de claridad y se deja guiar por las instituciones permanentes.
En este rincón del mundo, caracterizado por sus idiosincrasias y contradicciones, el capitalismo se asemeja más a una edición limitada que solo unos pocos afortunados pueden adquirir. Mientras tenemos emprendedores audaces que prosperan en su hábitat, también convivimos con latifundios que evocan tiempos medievales, donde un puñado de terratenientes controlan extensas regiones de tierra, transportándonos a una época que sugiero no evocar en realismo. La feroz competencia y el libre mercado, pilares supuestamente inquebrantables del capitalismo, se desdibujan aquí. En su lugar, nos enfrentamos a una arraigada concentración de poder económico y tierras que hace que el capitalismo de libre mercado parezca una farsa.
Entonces, ¿en serio esto es capitalismo o más bien vivimos en una versión colombiana de un sistema económico que se ha moldeado para preservar las jerarquías de poder preexistentes? Ha llegado el momento de que los defensores acérrimos del capitalismo admitan que la realidad es una entidad mucho más intrincada que su narrativa simplista de competencia y prosperidad para todos.
En esta tierra de contrastes, donde lo anacrónico y lo contemporáneo se entrelazan en una danza sutil, es imperativo que desafiemos nuestras nociones tradicionales de lo que significa el capitalismo. En lugar de repetir lugares comunes, debemos adoptar un enfoque más crítico y pragmático de la economía colombiana. Solo entonces podremos abordar las profundas desigualdades arraigadas en nuestra sociedad y encaminarnos hacia un sistema económico que verdaderamente beneficie a todos los ciudadanos, en lugar de otorgar un estatus de señores feudales a unos pocos afortunados en esta inusual representación del siglo XXI.
Surge entonces la conjetura de si la encarnación colombiana del capitalismo se asemeja más a una adaptación ingeniosa o, en un acto de ironía suprema, a una persistente resurrección del ya obsoleto feudalismo, en lugar de una auténtica encarnación de un sistema económico y social de verdad próspero. En un mundo donde el capitalismo tradicional se viste con el traje de la movilidad social y la equidad de oportunidades, Colombia parece tener un guardarropa lleno de vestimenta feudal que mantiene incólumes las jerarquías ancestrales de poder. Esto, sin duda, suscita preguntas existenciales acerca de la efectividad de las políticas y regulaciones que han forjado una realidad en la que la riqueza y las tierras descansan plácidamente en las manos de una selecta élite en detrimento de las masas subalternas.
Un examen más meticuloso de la selva empresarial colombiana revela un escenario que bien podría ser el argumento de una tragicomedia shakespeariana. Por un lado, observamos la efervescencia de start-ups y empresarios intrépidos que ansían irrumpir en el mercado global con un ímpetu que haría palidecer al mismísimo Hamlet. Por otro lado, se aferran tenazmente a la escena las empresas tradicionales y los monopolios que, como aristócratas decadentes, mantienen su posición de privilegio desde tiempos inmemoriales. Este contraste dramático pone de manifiesto la dualidad inherente a un sistema que, en lugar de abrazar la libre competencia, parece empeñado en custodiar celosamente los intereses de la nobleza económica. La falta de movilidad y las barreras inquebrantables que enfrentan las empresas incipientes para acceder a los mercados hacen de Colombia una suerte de Edad Media económica en pleno siglo XXI.
En última instancia, debemos aceptar que el capitalismo en Colombia se erige como una entidad enigmática y única, moldeada a lo largo de siglos de intriga histórica y evolución económica. Es una criatura que se resiste a ser domesticada por definiciones simplistas. Para vislumbrar el horizonte de una sociedad más equitativa y justa, resulta imperativo que enfrentemos estos enigmas de raíz y consideremos reformas que fomenten una auténtica competencia, promoviendo la movilidad social y otorgando acceso equitativo a los recursos económicos (es la verdadera tarea del actual Gobierno, que experimenta un quiebre entre una mente bien intencionada y la incapacidad de un gabinete mal formado). Solo entonces podremos afirmar, en un giro digno de un drama de Shakespeare, que estamos encaminados hacia un genuino sistema económico y social.