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“La niña callada”: más empatía con la niñez

Edna Carolina Camelo Salcedo
15 de enero de 2024 - 02:00 a. m.

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Tuve la dicha de asistir al estreno en Colombia de la película The Quiet Girl (La niña callada) y fueron tantas las emociones agitadas, que me vi en la necesidad de escribir y plasmar lo que en el alma se perturbó.

Niños, niñas y adolescentes han estado en el debate público desde hace muy poco, aunque consideremos lo opuesto; en la Revolución Industrial (alrededor de 1760) la niñez no existía, pues solo eran obreros menos productivos y más pequeños. Nuestros padres (generaciones que nacieron a mediados del siglo anterior) ni siquiera eran considerados niños; tenían muchos hermanos porque se necesitaban más manos para el trabajo en el campo. Mi mamá, por ejemplo, durante toda su vida solo tuvo una muñeca que hizo con una tusa de mazorca y se ha levantado todos los días a las 4 a.m., con tinto en mano, a trabajar; descansar, para ella, está mal visto.

Y nosotros (en mi caso, millennial, nacida en los años 90), que hemos encontrado un mundo revolucionado donde este concepto de niñez ya existe, no dejamos de encontrarnos con los maltratos cotidianos que sufrieron tantas generaciones pasadas puestas en nuestra psiquis o con la laxitud de estas nuevas generaciones de padres que les temen a las normas y a los límites porque recuerdan en ellos el castigo de plancha sufrido y no quieren eso para sus hijos.

Cáit, protagonista de nueve años de esta historia, logra poner de presente (y jugando con todos los sentidos) a ese niño que nos acompaña cotidianamente y que con tantas acciones seguimos maltratando y desconociendo: un ser sensitivo al mundo, con ánimo de conocer, inmerso en un océano de sufrimiento familiar del que no puede escapar, creyendo que está condenada a repetir esa historia transgeneracional de dolores y lealtades sin más porque así su tribu le enseñó.

De pronto (como la vida misma es), la divinidad se hace presente y ella conoce, con unos parientes lejanos, lo que es el afecto sin condicionamientos: la calidez de una tina donde la mujer limpia con una esponjita tanto mugre encarnizado; la resolución sin gritos sino con ternura de las constantes mojadas de cama de la niña, derivadas del pánico que sufría constantemente en su casa; un dulce atisbado en la mesa como ofrenda frente a la equivocación del hombre que también es muy callado; el tener un vestido nuevo y limpio que hiciera brillar su corporeidad en construcción. Cuánto cambia en el otro con el simple querer cuando nadie te ha querido bien, cuán necesitados de afecto estamos en este mundo.

Me parece increíble que en ese cinema todos estuviésemos tan predispuestos a la violencia cuando una escena de afecto se iba dibujando: alguien entró tarde al cuarto y pensamos que era el hombre ad portas de violarla; una toma de las piernas tiradas en el pastizal de su familia y temimos que estuviese descuartizada. Que fuese una niña ponía más ese acento, tristemente, pero eso no descarta a tantos niños heridos, siendo hombres hoy ausentes para sí y los demás.

Esta época quizá sea la oportunidad de pensar más en nuestros niños, internos y externos, darnos cuenta de su valor y dolores, hacerles la vida más fácil con una caricia y con una norma muy clara cuando así se requiera, pues ellos caminan en este paisaje de aprendizaje en el que estamos todos inmersos, y qué bueno acompañarlos con la bondad de reconocerlos completos y suficientes solo porque nos han sido dados como regalos del cielo para ayudar a seguir forjando este mundo.

Por Edna Carolina Camelo Salcedo

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