Realismo mágico o la lengua que se retuerce
Christian Sánchez
En este año, con la resucitación de un muerto, las editoriales y los columnistas, los ensayistas y los académicos, los lectores tiernos y los ya ancianos, sacaron de entre las viejas valijas un nombre —un rótulo— que imaginábamos fallecido: realismo mágico.
Unos dicen que ha vuelto. Otros sostienen que nunca se fue. “El Realismo Mágico es una actitud”, afirman. “Se trata de un movimiento, se trata de fe”, replican y lo repiten hasta el agotamiento. Exponentes como Haruki Murakami refuerzan esta visión, pues sus historias ya no ocurren en la enredada América: los dictadores escasean, tampoco hay pueblos fantasmas ni escrituras barrocas. El llamado Nuevo Realismo Mágico se ha vuelto, a la final, un “estilo” que nada le debe al Nuevo Mundo.
Yo, en cambio, me inclino a ver las cosas de una forma muy diferente, y puede ser que mi idea de Realismo Mágico parezca algo más difícil que una lista de técnicas aprendibles y temas literarios como la revolución, la ruralidad y la urbanidad, el folclore y la mítica.
Cuando Alejo Carpentier escribe el prólogo de El reino de este mundo dice que América es un continente fértil en historias fantásticas. Los sesudos europeos han gastado su visión maravillosa: en Canterbury la gente ya no cree en fantasmas y nadie compromete su fe por merlines y mesas redondas.
Si la literatura fantástica está en manos de aburridos burócratas —sugiere Carpentier—, ella necesita una renovación, y su renovación solo es posible en las tierras vírgenes e ingenuas de Latinoamérica.
No puedo compartir la visión carpentieriana. Si lo maravilloso es el efecto que lo fantástico produce, entonces lo maravilloso existe en todas partes donde el hombre dé rienda suelta a su imaginación, predomine o no la ciencia o el gabán.
En oposición a Carpentier y su Real Maravilloso, creo que García Márquez es uno de los escritores que ha descrito con más precisión el fenómeno fantástico en Latinoamérica, y, paradójicamente, su aserto no está en la tesis o el ensayo, sino en una serie de ejemplos lingüísticos de poesía y de ritmo:
“Cuando hablamos de un río, lo más grande que puede imaginar un lector europeo es el Danubio. (…) La palabra tempestad sugiere una cosa al lector europeo y otra a nosotros, y lo mismo ocurre con la palabra lluvia, que nada tiene que ver con los diluvios torrenciales del trópico (García Márquez, El olor de la guayaba, p. 85)”.
Si la mayor constricción en la obra de García Márquez es precisamente el español que no representa a cabalidad lo latinoamericano, comprender su obra significa leerla desde la rebeldía formal. Aburrido de las prosas que seguían normas, García Márquez fracciona el código (el español) y, en medio de este reclamo de identidad, fuerza y retuerce la lengua hasta romper las formas archiconocidas del siglo XIX y XX. Prefería setiembre antes que septiembre. Escribió aquellas melancólicas hipálages Ojos de perro azul y, en su cuento La siesta del martes, arrancó raudo desde la primera página con las sugerentes aliteraciones “El tren salió del trepidante corredor de rocas bermejas”.
En últimas, no creo que el Realismo Mágico sea solamente un movimiento. Más bien me parece la fantasía más hermosa de América Latina: elucubrar un nombre, un apellido, un apodo. ¿Qué somos? Me gustaría decir que a muchos nos ha llegado la respuesta, cayendo como un rayo, tras cerrar un libro, un poema, una novela: La Hojarasca, Cien años de soledad. En mi caso no fue En agosto nos vemos.
En este año, con la resucitación de un muerto, las editoriales y los columnistas, los ensayistas y los académicos, los lectores tiernos y los ya ancianos, sacaron de entre las viejas valijas un nombre —un rótulo— que imaginábamos fallecido: realismo mágico.
Unos dicen que ha vuelto. Otros sostienen que nunca se fue. “El Realismo Mágico es una actitud”, afirman. “Se trata de un movimiento, se trata de fe”, replican y lo repiten hasta el agotamiento. Exponentes como Haruki Murakami refuerzan esta visión, pues sus historias ya no ocurren en la enredada América: los dictadores escasean, tampoco hay pueblos fantasmas ni escrituras barrocas. El llamado Nuevo Realismo Mágico se ha vuelto, a la final, un “estilo” que nada le debe al Nuevo Mundo.
Yo, en cambio, me inclino a ver las cosas de una forma muy diferente, y puede ser que mi idea de Realismo Mágico parezca algo más difícil que una lista de técnicas aprendibles y temas literarios como la revolución, la ruralidad y la urbanidad, el folclore y la mítica.
Cuando Alejo Carpentier escribe el prólogo de El reino de este mundo dice que América es un continente fértil en historias fantásticas. Los sesudos europeos han gastado su visión maravillosa: en Canterbury la gente ya no cree en fantasmas y nadie compromete su fe por merlines y mesas redondas.
Si la literatura fantástica está en manos de aburridos burócratas —sugiere Carpentier—, ella necesita una renovación, y su renovación solo es posible en las tierras vírgenes e ingenuas de Latinoamérica.
No puedo compartir la visión carpentieriana. Si lo maravilloso es el efecto que lo fantástico produce, entonces lo maravilloso existe en todas partes donde el hombre dé rienda suelta a su imaginación, predomine o no la ciencia o el gabán.
En oposición a Carpentier y su Real Maravilloso, creo que García Márquez es uno de los escritores que ha descrito con más precisión el fenómeno fantástico en Latinoamérica, y, paradójicamente, su aserto no está en la tesis o el ensayo, sino en una serie de ejemplos lingüísticos de poesía y de ritmo:
“Cuando hablamos de un río, lo más grande que puede imaginar un lector europeo es el Danubio. (…) La palabra tempestad sugiere una cosa al lector europeo y otra a nosotros, y lo mismo ocurre con la palabra lluvia, que nada tiene que ver con los diluvios torrenciales del trópico (García Márquez, El olor de la guayaba, p. 85)”.
Si la mayor constricción en la obra de García Márquez es precisamente el español que no representa a cabalidad lo latinoamericano, comprender su obra significa leerla desde la rebeldía formal. Aburrido de las prosas que seguían normas, García Márquez fracciona el código (el español) y, en medio de este reclamo de identidad, fuerza y retuerce la lengua hasta romper las formas archiconocidas del siglo XIX y XX. Prefería setiembre antes que septiembre. Escribió aquellas melancólicas hipálages Ojos de perro azul y, en su cuento La siesta del martes, arrancó raudo desde la primera página con las sugerentes aliteraciones “El tren salió del trepidante corredor de rocas bermejas”.
En últimas, no creo que el Realismo Mágico sea solamente un movimiento. Más bien me parece la fantasía más hermosa de América Latina: elucubrar un nombre, un apellido, un apodo. ¿Qué somos? Me gustaría decir que a muchos nos ha llegado la respuesta, cayendo como un rayo, tras cerrar un libro, un poema, una novela: La Hojarasca, Cien años de soledad. En mi caso no fue En agosto nos vemos.