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Esta columna se inspira en un video de La Pulla de El Espectador titulado “Las mentiras para prohibir la marihuana”, y en lo que durante un Debate de Semana TV le propuso Matador al exministro de Defensa Juan Carlos Pinzón: “Fúmese un bareto y verá que se relaja y ve la posición desde otro lado”. (Ver video de Matador).
El punto de partida es la reciente decisión de la Cámara de Representantes, de mayoría gobiernista, de tumbar el proyecto que pretendía regular el uso recreativo de la marihuana. Tiene razón María Paulina Baena en que nuestros legisladores son expertos en insistir en lo inútil, pues “es un imposible ético-jurídico, un atentado contra la autonomía individual prohibirle a un ciudadano en uso de sus facultades racionales que se intoxique, o se emborrache, o estrelle su cabeza contra las paredes o, llegado a un extremo, se suicide”. (Ver columna “Santos, ¡legalízala!”).
Hoy creo que la invitación de Matador a Pinzón debería extenderse a los congresistas que tumbaron la iniciativa: ¡fúmense un bareto! A no ser que estemos tratando con gente psicótica o paranoica, es previsible que se relajarían y verían sus posiciones desde una óptica diríase “ensoñadora”, y tal vez descubrirían que le están poniendo demasiada tiza a una sustancia con dos reconocidos efectos, a saber: que produce mucha risa y que le despierta al usuario unas insufribles ganas de comer.
Lo digo por experiencia: la primera vez que la probé tenía 20 años, estudiaba Comunicación Social en la U. Jorge Tadeo Lozano de Bogotá y lo hice porque una chica que me gustaba mucho me preguntó a rajatabla: “¿Usted se traba?”. Yo no tenía la más mínima intención de aparecer ante ella como un mojigato, aunque no le veía inconveniente a probarla, así que le respondí: “¡Claaaaro!”. Ella, no del todo convencida de mi actuación, me dijo: “Yo voy a subir al salón de trabas, no sé usted”. Y subí con ella.
Esa tarde la pasé embelesado mirando las formas fascinantes de las nubes que se ofrecían ante mis ojos desde la ventana de un salón del cuarto piso de la Tadeo Lozano, y luego me fui con la mujer que me había “envenenado” (el término fue de ella), caminando cuando caía la noche por la carrera cuarta hasta la calle 19, en cuya esquina había un local de repostería griega de nombre Anatolian, al que entramos impelidos por un apetito voraz y dimos cuenta de una cantidad pantagruélica de pasteles. Fue uno de los días más agradables de mi vida, y en parte se lo debo a esa hierba.
No soy marihuanero, ni tengo cara de serlo, pero no veo inconveniente en reconocer que desde aquel día disfruto del consumo esporádico —muy de vez en cuando— de un “bareto”, con dos condiciones básicas para hacerlo: que sea con compañía femenina (varones, abstenerse), y que no incluya trago u otras sustancias psicoactivas. Y llegado el caso agregaría una tercera condición: buena música y comida a la mano.
Años después de aquella tarde psicodélica fui consultor de Naciones Unidas en el Plan Distrital de Prevención de Drogas (UNDCP), durante la alcaldía de Juan Martín Caicedo Ferrer, y si la memoria no me falla otro consultor que allí conocí —yo consultor de medios, él científico— fue el psiquiatra que luego se convertiría en comisionado de Paz del gobierno Uribe, Luis Carlos Restrepo, con quien hice amistad y durante alguna noche de desocupe en el patio de una institución que él tenía para rehabilitar a drogadictos, por los lados del barrio Pontevedra, nos fumamos un bareto. O dos, ya no recuerdo.
En el programa que mencioné arriba, cuando Vicky Dávila le preguntó a Pinzón si en su pasado había consumido alguna droga, este respondió con verticalidad de chafarote: “Nunca, Vicky. E invito a todos a que no lo hagan. Sobre todo, a esos que para justificar su consumo y sus malos hábitos quieren meter al resto de la sociedad”. (Ver video).
En esto último Pinzón no se equivoca, pues Matador lo invitaba (a él, no a la sociedad) a meterse en el cuento, a probar para que de verdad supiera de qué estaba hablando, algo así como “trábese y verá que lo que usted piensa sobre la hierba es erróneo, porque no conoce sus efectos”.
Es obvio que el psicorrígido Pinzón no corrió a probarla, pero es a él y a los que comparten su visión plagada de miedos a quienes les conviene saber lo que hace 60 años viene ocurriendo en torno a las drogas: que se trata de “un problema inventado”, que dejaría de existir si no hubiera prohibición. Así piensa Mauricio García Villegas en columna para El Espectador, donde dice algo que le cae a Juan Carlos Pinzón como policía al bolillo: “Los políticos viven de vender emociones, más que ideas, y en el caso de la derecha lo que venden es miedo, autoridad y represión”. (Ver columna).
Sea como fuere, la discusión sobre la legalización de la marihuana no es reciente. En 1977, hace 43 años, el líder conservador Álvaro Gómez Hurtado escribía esto en un editorial El Siglo: “Hace un tiempo esta propuesta parecía un exabrupto. Hoy ya no lo es, y su discusión sigue envuelta en multitud de precauciones mojigatas”. (Ver columna). Y seguimos varados, insistiendo en lo inútil.
Es obvio que al gobierno del subpresidente Iván Duque no le interesa el tema, pues la caverna está tratando más bien de regresarnos a la prohibición del aborto sin excepciones, y son los mismos que besan el anillo del obispo pedófilo mientras se muestran partidarios de leyes que metan a los homosexuales a la cárcel, porque para esa gente es delito ser gay y es delito fumar marihuana.
Es hora de dejar la doble moral de la godarria colombiana, y no me tiembla la voz para decir que no le veo nada de malo a fumarse un bareto, pues es preferible eso a emborracharse con alcohol o caer en algo tan asqueroso como comer ostras crudas.
Y “el que esté libre de culpa, que tire la primera piedra”.
De remate. Dije arriba que disfruto del consumo esporádico de la hierba, pero mentí; debo decir disfrutaba. La verdad es que años atrás me correspondió dejar de probarla, del mismo modo que mi cuerpo ya no resiste tomar aguardiente ni fumar cigarrillo, pero sí disfruta un whisky en las rocas o una cerveza bien fría. O dos.