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Libia: sin novedad en el frente

Víctor de Currea-Lugo
21 de marzo de 2011 - 02:12 a. m.
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Los formalismos legales del ataque a Libia no se discuten: se tomó una decisión en el Consejo de Seguridad bajo el capítulo VII de su Carta, exigiendo un cese al fuego que Gadafi no cumplió.

El no veto por parte de Rusia y de China impidió que nos viéramos ante otro Kosovo, pero su abstención no resuelve el problema de legitimidad del ataque ante el mundo árabe.

De los diferentes escenarios, las fuerzas pujaron por la más triste de todas las acciones: la guerra, pero no por triste menos justa. Los costos están por verse y es claro que la responsabilidad de lo que hagan los misiles es de quien los dispara. El asunto es por qué se los disparan.

El Gadafi de hoy es el mismo de hace años, el mismo al que Italia, Francia, Alemania, y Reino Unido le vendieron armas. A pesar de eso, ellos no iniciaron la guerra, la inició Gadafi contra su propio pueblo, dando la excusa perfecta -la protección a la población civil- para ser atacado.

Ni la Resolución ni las primeras acciones militares han convencido a Gadafi de detenerse. Francotiradores están sembrando pánico en algunas áreas de las ciudades en disputa. Según la prensa internacional, en un hospital de Benghazi se reportaron 94 muertes por las tropas de Gadafi. Sus tanques atacan en Misurata y la distribución masiva de armas a población pro-Gadafi ya empezó.

¿Hasta dónde irán las acciones de la ONU? ¿Hasta la caída del régimen o solo hasta la garantía del espacio aéreo? Ir hasta lo primero podría implicar–si Gadafi no deja el poder por sí mismo- la entrada de tropas, lo que generaría sentimientos contradictorios en el mundo árabe, pues los pueblos quieren modificar sus regímenes pero no una ocupación. Ir sólo hasta lo segundo, podría ser dejarle a Gadafi las manos libres para masacrar en tierra.

Cuesta trabajo pensar que no haya civiles víctimas por los misiles. El problema es si el costo en vidas humanas que pague el pueblo libio tiene sentido. Pero si en el ataque se repite el patrón de Irak y de Afganistán, donde el pueblo es masacrado para “ser salvado”, la excusa para entrar se desvanece: proteger a la población civil. Los efectos a largo plazo oscilan entre una guerra prolongada, una invasión por tierra, o la partición en dos Libias (Tripolitania y Cyrenaica), todos éstos son escenarios posibles.

Supongamos que el régimen caiga y los rebeldes logren su cometido. ¿Está la ONU dispuesta a hacer lo mismo para proteger a los civiles ya masacrados en Bahréin con el apoyo de tropas sauditas y en Yemen? Arabia Saudita es un aliado clave de los Estados Unidos y en el caso de Yemen, la excusa de Al-Qaeda puede funcionar para abandonar a los manifestantes. El problema de la intervención no es su agenda pública (proteger civiles) sino su doble moral: su validez sólo será plena cuando la comunidad internacional esté dispuesta también a prevenir otra Ruanda, otra Gaza y otra Camboya.

Las sociedades son transformadas por sus propios pueblos, no por las ONG humanitarias, ni por los cascos azules. Para que haya legitimidad en la caída del régimen y se afecte en poco las revueltas de otros países de la zona, se requiere que sean los rebeldes libios, y no otros, quienes derroquen a Gadafi.

Una vez explota un conflicto quedan pocas opciones, ya de poco sirve discutir sobre lo justo de los rebeldes o lo injusto de los ocupantes. Las opciones son: oponerse por completo al uso de la violencia de todo tipo (como hicimos en 2003 frente a la guerra de Irak, sin lograr nada), rechazar la acción de las fuerzas internacionales ó apoyar la intervención internacional según la resolución de la ONU, siempre y cuando ésta acción respete los civiles y no termine por causar lo que dice combatir. Lo que no podemos es exigir “que la comunidad internacional haga algo” y cuando lo hace, condenarla.

 

 

 

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