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En tres años —2016 a 2018— se cuentan 566 asesinatos de líderes sociales (Indepaz). Desde la firma definitiva del Acuerdo de Paz (24 noviembre de 2016) han sido asesinados 431 líderes sociales (Mapa del horror, CM&, enero 11). En los últimos 13 meses han caído 91 líderes comunales (Observatorio Comunal DH), siete homicidios de líderes ocurrieron en los ocho primeros días del nuevo año (El Tiempo, 10 de enero). Se esperaba algo muy distinto al poner fin al conflicto armado con las Farc.
Ante tal escalada tenebrosa cabe hacerse estos interrogantes: ¿por qué siguen matando a los líderes, hombres y mujeres, sobre todo en ciertas regiones?, ¿por qué el Gobierno de Duque, igual que el de Santos, sigue sosteniendo, contra toda evidencia, que el fenómeno no es sistemático?, ¿por qué tan ineficaz la acción de las autoridades para prevenir, proteger y castigar?, ¿por qué no es más fuerte la acción ciudadana en exigir garantías reales contra este flagelo? ¿Por qué?
Diagnósticos hay suficientes y de mucha calidad, originados en organismos de derechos humanos, entidades públicas nacionales y entidades internacionales. Intentando una síntesis, mi lectura es que se reconoce la multiplicidad de autores materiales y los diferentes desencadenantes según las regiones, pero falta desentrañar con más claridad y fuerza la autoría intelectual de los crímenes.
En el fondo lo que aparece es que las víctimas, en su gran mayoría, son los promotores o actores de determinados cambios en relación con la tierra, su tenencia y su uso, los cultivos de subsistencia campesina considerados ilícitos, los recursos naturales, la provisión de servicios o la forma de gobernar. Y los victimarios, los determinantes intelectuales, son quienes se oponen a los cambios, o se sienten afectados, o desafiados, por las acciones de resistencia inspiradas en el interés nacional y social.
La sistematicidad está en el objetivo de impedir los cambios, y la estigmatización es el gatillo que activa a los actores materiales violentos. No se necesita un centro operativo único para desplegar la estrategia de exterminio, basta alimentar velada o abiertamente el rechazo al cambio y el odio a los agentes de cambio.
La acción de las autoridades no es eficaz porque en la institucionalidad, y/o en el engranaje político, está incrustada gran parte de quienes se oponen a los cambios o los amagan. No es un secreto que en la realidad colombiana, mezcla de orden y violencia, siempre han actuado fuerzas obscuras, siempre ha habido “manos negras”, siempre ha habido instigadores de la violencia rural desde los cenáculos de poder en los centros urbanos.
Aquí encuentran su lugar los poderes fácticos, mafias, carteles, alianzas perversas entre mafia y política, entre delincuencia y fuerzas o autoridades oficiales. Son fenómenos que están documentados y analizados. Se sabe perfectamente de la existencia de ejércitos antirrestitución de tierras, instigados por grandes propietarios o por determinados gremios económicos del sector agropecuario.
La acción ciudadana frente al desbordado exterminio de líderes sociales es persistente y reviste múltiples formas, pero no logra la contundencia necesaria para frenar y revertir el fenómeno por una comprensión limitada del mismo y, sobre todo, por no alcanzar a concentrar la exigencia colectiva de garantías reales en momentos claves y sobre factores claves, privados y públicos, del establecimiento o “régimen” colombiano. Claro es que falta mayor entendimiento y convergencia.
En contraste, quienes se oponen a los cambios son expertos en los recursos confusionistas de la posverdad. Así, tras el odio redivivo a una guerrilla transformada en partido político y tras la estigmatización de los voceros y activistas de la legítima protesta social, esconden su designio de impedir a como dé lugar los cambios necesarios.
No hay reforma sin movilización sostenida e incidente. Tanto quienes se oponen a los cambios como quienes los amagan (gatopardismo) tratan de impedir la movilización de los interesados en verdaderas reformas. El exterminio de líderes pretende anular la potencialidad transformadora de la movilización ciudadana, social y popular. No puede ignorarse esta lógica política para poder afrontar el problema.
Por supuesto, hay que exigir responsabilidad y eficacia a los esquemas de la Unidad Nacional de Protección (UNP), a los Planes de Atención Oportuna (PAO), que funcione la Comisión de Garantías creada por el Decreto Ley 154 del 3 de febrero de 2017, que se tomen en cuenta las alertas de la Defensoría y las directrices de la Procuraduría. Pero hay que saber que una solución sostenible requiere la existencia de voluntad política en otros espacios y niveles del Estado y de la sociedad.
Ahora bien, tal voluntad sólo podría surgir de dos hechos políticos: la existencia de pactos reales, no retóricos, que desactiven el gatillo de los violentos y la fuerza que adquiera en un momento dado la movilización ciudadana que haga ineludible atender y dar curso a sus justas demandas.
Me he referido a esos dos aspectos reiteradamente en esta columna y he celebrado los avances en los dos campos. Sin embargo, hoy, sin rodeos, tengo que constatar que lo actuado es totalmente insuficiente. Colombia, para ser viable y para que sea manejable la conflictividad social, necesita un pacto sobre lo fundamental que incluya el tema de las garantías para la vida de todos los asociados, y ello no es otra cosa que el monopolio garantista de la fuerza en manos del Estado.
No es un despropósito en democracia recurrir a la fuerza colectiva para obtener objetivos centrales y básicos como acaba de ocurrir con el tema de la educación superior. La vida es un objetivo básico, el más básico de todos, que merece y necesita un empeño máximo de la ciudadanía. La movilización ciudadana pacífica, legítima y democrática, requiere desplegarse desde el pronunciamiento, el plantón y la marcha hasta el paro nacional y la desobediencia civil si fuere necesario.
Un problema humanitario y político de tanta gravedad como el asesinato imparable de líderes sociales requiere máxima atención en las máximas instancias de decisión política. Ningún recurso debe ahorrarse para detener la muerte.
Se requiere que el asunto de los líderes sea asumido por el Consejo Nacional de Paz, que ahora lo es también de Reconciliación y Convivencia, por las Comisiones de Paz de Cámara y Senado, por las bancadas parlamentarias de todos los partidos.
Bloque de gobierno y bloque de oposición deberían estar hablando ya de ello; presidente y gabinete y demás poderes públicos tienen responsabilidad ineludible. La vida lo merece todo, sin dilación. Dar garantías a la vida enaltece a todos.
La soberanía reside en la gente. La gente tiene el derecho, el deber y el poder de hacer exigencias a los gobernantes, pero cuando estos no responden a intereses esenciales del conglomerado social, la vida el primero de ellos, la gente tiene la facultad soberana de desconocerlos, desacatarlos o cambiarlos. Esta es la verdad elemental que inspiró al norteamericano Henry David Thoreau para plantear su clásica tesis de la desobediencia civil por allá en 1846.