Llámame por mi nombre

Sorayda Peguero Isaac
15 de septiembre de 2018 - 06:00 a. m.

Truman Capote sentía aversión hacia los pájaros. Cualquier cosa que tuviera alas le provocaba más miedo que fascinación. Pero Graziella no lo sabía. Graziella era la muchacha que cocinaba para Capote cuando vivía en Sicilia. Era Navidad, la mañana de la Navidad de 1952. Capote y Graziella intercambiaron regalos. Él le regaló un suéter, un collar y un pañuelo. Ella le regaló un cuervo con las alas cortadas.

—Lo atrapé con una red de pescar —le dijo Graziella—. Eché a correr entre los pájaros. Cuando lancé la red, dos se quedaron atrapados. Dejé escapar a uno. Puse al otro, a éste, en una caja de zapatos. Me lo llevé a casa y le corté las alas. Los cuervos son muy inteligentes. Más listos que los loros. O que los caballos. Si le partimos la lengua podemos enseñarle a hablar.

Capote estaba consternado. Miraba los ojos oscuros de Graziella con el gesto confuso de alguien que acaba de adquirir un problema no buscado. ¿Qué iba a hacer con ese pájaro que le parecía espantoso? Ni siquiera podía esperar a que Graziella se marchara, después de la cena, para liberarlo y orquestar el relato de una fuga. Graziella no le creería. ¿Cómo podría explicarlo si ella misma, con sus propias manos, le había cortado las alas?

—Que no se te ocurra tocar la lengua del cuervo —le advirtió.

Al cabo de unos días, y sin haberse librado de todo su escepticismo, Capote se paseaba por su casa siciliana con el cuervo posado sobre su hombro. Ambos se prodigaban muestras de cariño. Él le rascaba la cabeza y el cuervo le daba pellizcos en toda la cara. Capote decía que eran besos. Había pasado un mes desde su llegada a la casa. Sin embargo, se negaba a bautizarlo con un nombre. Decía que, si lo hacía, estaría admitiendo que el cuervo ya era parte de sus afectos, algo suyo, que no es lo mismo que decir que era de su propiedad. De modo que el pájaro era simplemente eso, un pájaro sin nombre. Hasta la mañana en que descubrieron que se había fugado.

Desde el día de Navidad, Graziella hablaba del cuervo con la autoridad de una ornitóloga. Decía que el pájaro no podía llegar muy lejos, que debían pasar seis meses para que le crecieran las alas. Capote se sentía desesperado. Él y Graziella lo buscaron hasta en el cementerio del pueblo. Al final de la tarde, parado ante una ventana, Capote gritó: “¿Lola? ¡Looolaaa! ¡Looolaaa!”. Y ahora que lo pienso, “llamar” viene del latín clamare, es decir: gritar. A veces, la ausencia de un nombre es un secreto mal guardado. El nombre existe, pero nos da miedo, porque revelarlo sería como quedarse encuero en medio de una plaza. Y sí, nos da miedo, porque ese nombre es el sonido de una nueva emoción.

A medianoche, después de tener una pesadilla en la que el cuervo era degollado por un gato, Capote saltó de la cama, encendió una vela y se dispuso a inspeccionar todas las estancias de la casa. “¿Lola? ¡Looolaaa!”. La casa era grande, tenía habitaciones que se usaban pocas veces, o nunca. En una de ellas, al fin, lo encontraron los ojos brillantes del cuervo.

Y Capote lo llevó en brazos hasta su habitación. Se quedaron dormidos, todos: el terrier irlandés, el bulldog inglés y el cuervo siciliano. Y ahora sí, cada uno de ellos tenía un nombre. En la chimenea se consumían las ramas de eucaliptus que Graziella echó al fuego antes de macharse. El terrier y el bulldog al pie de la chimenea, el cuervo agarrado a los barrotes de la cama y Capote acomodándose debajo del edredón, con su risita de travieso que se acuerda de una vieja fechoría.

—Buenas noches, chicos —dijo—. Buenas noches para ti también, mi querida Lola.

sorayda.peguero@gmail.com

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