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Sentí la tentación de titular esta columna “Nada será como antes”, pero una voz me advirtió que los clichés no perfilan la verdadera evolución de las cosas. Eso sí, al título que puse le agregué el adjetivo “drásticos”, pues no se vislumbran cambios moderados. ¿Cuáles? Yo tampoco tengo la respuesta.
El cambio no ha sido una constante en este nuevo siglo. En el anterior los hubo grandes, por lo general forzados por la sociedad. Mucho se publicita y mucha pleitesía se le rinde a la tecnología que evoluciona a diario. Sin embargo las cosas de fondo cambian poco, o cambiaban poco, porque por efecto de un microorganismo insidioso, el COVID-19, ahora se nos vino encima un gran cambio, nos guste o no. ¿En qué consistirá? Ni idea. Lo que sí sé es que la inercia que traíamos fue sacudida de forma brutal.
Falta saber cuál es la evolución de la epidemia. Donald Trump, desesperado por la caída de sus expectativas electorales, va a jugar una carta en extremo heterodoxa: cree que encontró una bala de plata en la combinación de dos drogas propuesta por el hiperpolémico virólogo Didier Raoult. Mr. Peluquín va a disparar esa bala y nos tocará hacer de espectadores. Será un ensayo con miles de pacientes graves del COVID-19. ¿Morirán varios por las complicaciones? Puede que sí. ¿Se salvará la mayoría? No lo sabemos. Del éxito o fracaso de este ensayo —lo más probable es lo segundo— dependen las elecciones de noviembre y el cambio que se dé o no en el país más poderoso del mundo.
La economía, es obvio, saldrá muy averiada de todo esto, aunque depende de la duración de la crisis. Habrá grandes perdedores y de seguro bastantes ganadores. Los ganadores importan menos que los perdedores. Si por pura suerte uno logra esquivar el infortunio y mantiene su nivel de vida, sucederá que gente conocida muy querida la pasará mal y podrían incluso quebrar. Hay ciertamente un alto riesgo de quiebra en empresas cruciales. ¿La solución? Que el Estado las nacionalice, eso sí, pagando las acciones a precio de quiebra.
Otros que pierden por definición son los informales, por lo menos el 50 % de quienes trabajan en Colombia. Ellos pueden quedar en la calle de la noche a la mañana, es decir, a merced de la miseria, la caridad o el Estado. Los formales sufren en menor medida, pero ahí los afectados van a ser los empresarios, muchos sin ingresos en un abrir y cerrar de ojos aunque con gastos fijos grandes. ¿La solución para ambas cosas? Abaratar drásticamente la formalidad, trasladando ciertos beneficios claves, como la salud y la asistencia de desempleo, a cargo del Estado, o sea, de los impuestos. Es lo que hacen en Dinamarca con la llamada flexiseguridad, como veíamos aquí en una columna hace poco.
Un sistema de salud como el colombiano, pese a los avances de cubrimiento ocurridos en las últimas décadas, tiene que pasar por un cambio de fondo. ¿Ha visto usted a las EPS privadas apersonadas de la actual crisis? Yo no. Es inevitable, creo, que desaparezcan, dando paso a una gran entidad nacional. La participación privada puede seguir siendo muy alta en la salud, si la gran EPS del Estado subcontrata casi todo lo demás, ojalá con transparencia y vigilancia de la gente y de los medios. Lo que se tiene que acabar es la noción de que el corazón de la salud de un país como este —u otros parecidos— es un negocio. Me temo que esa entelequia no resistió el embate del COVID-19.