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LA REVISTA SEMANA SE LANZÓ CON una carátula en la que aparecen Pablo Escobar de un lado y Manuel Marulanda del otro, e interroga: ¿Cuál le hizo más daño a Colombia?
En el país, la opinión pública, cansada de los actos de crueldad cometidos por narcos, paras y guerrillas, se ha acostumbrado, en un atajo mental, a poner a estos tres actores en un mismo saco. Los tres, financiados por dineros ‘infames’, terminan siendo percibidos como idénticos. Pero ¿realmente lo son?
Más allá de consideraciones ideológicas, estudios realizados por dos jóvenes investigadoras demuestran lo contrario. En sus trabajos, Camila Medina y Marcela Rodríguez, más que preguntarse qué dicen los jefes, qué proclaman sus estatutos o cuáles son sus estrategias militares, se enfocan en la vida interna de estas organizaciones, en el disciplinamiento de los cuerpos y en las estructuras de mando que se constituyen en la cotidianidad. La sorpresa y también la consternación no podrían ser mayores.
Conocemos ya los horrores cometidos por los paramilitares sobre la población civil, pero no sabíamos de las atrocidades infringidas sobre sus propios miembros. El cuadro es oscuro: muchachos jóvenes desempleados, atraídos por la oferta de un salario y el sex-appeal que brindan las armas, se enrolan en las filas paramilitares sin saber muy bien qué les espera y menos cuáles son las causas e intereses que las mueven. Una vez ingresan, los engranajes de la organización se desatan de tal manera que, pase lo que pase, ellos quedan atrapados en un mundo denso, cargado de arbitrariedades cotidianas y rituales escabrosos.
El paso definitivo se da cuando, frente a los recién ingresados, un comandante da la orden de asesinar a uno de ellos por cualquier falta. Luego de cumplido el mandato, empieza el descuartizamiento público del cuerpo. En algunos relatos, a los nuevos se los encierra en un cuarto sin luz donde ellos palpan trozos de cuerpos humanos. El entrenamiento militar es brutal e incluye torturas físicas. En este caso, la desacralización de la vida humana no sólo se logra tratando el cuerpo del enemigo como si perteneciera a un reino inferior, sino que también se ejercen prácticas macabras sobre los cuerpos de sus propios hombres.
Los relatos de los ex combatientes de las Farc son distintos. En las filas guerrilleras también se cometen arbitrariedades. También el individuo se encuentra a merced de castigos impuestos por los superiores para mantener el orden. Las Farc, como los paras, tiene sus propios engranajes para hacer difícil la salida de sus filas.
Pero el orden cotidiano descrito es muy distinto. Se dictan cursos de política y hay horas fijas para el juego; estatutos que se aprenden; hasta días específicos para la sexualidad. La regulación es estricta, pero aun aquellos que han desertado, reconocen en la organización un trato de ‘familia’ y hablan desde el discurso de los reclamos frente a la injusticia y la desigualdad.
Estas nuevas miradas desde la sociología de estos grupos reabren el viejo debate sobre si son de naturaleza pública-política o privada. Si las Farc encuadran a sus miembros en un lenguaje de la justicia social del que sus filas se apropian, los ex combatientes paramilitares por contraste hablan de sus filiaciones sólo en términos de salarios y bonificaciones.
En el primero, así esto sea mera fachada para muchos, sus miembros apelan a derechos y aspiraciones colectivas típicos del campo de la política, mientras en el segundo, las motivaciones que los ex combatientes aducen se inscriben dentro de las lógicas individualistas del mercado. Estas diferencias, fundadas en investigaciones empíricas, reabren el debate sobre el tratamiento que el Estado debe otorgar, a unos como delincuentes políticos y a los segundos como criminales privados.
