Los fines dispersos de la protesta

Salomón Kalmanovitz
06 de enero de 2020 - 05:00 a. m.
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Varios de mis colegas economistas, que hacemos parte de la ilustre tecnocracia colombiana, acusan a los dirigentes del paro nacional de representar estrechos intereses. Eduardo Lora dice que los protestantes no tienen en cuenta a los pobres, aunque agrega que los intelectuales debemos entender mejor la anatomía del poder en el país. Según él, “de los puntos que exigen los líderes del paro al Gobierno, no hay uno solo que tenga por objetivo mejorar la situación económica o la seguridad social de los pobres. Las demandas buscan proteger los privilegios de unas minorías, como son los asalariados, los estudiantes universitarios y los maestros sindicalizados. Los mismos de siempre, apoyados ocasional y espontáneamente por las amas de casa de las clases medias y altas”.

Marc Hofstetter define una “élite original”, enfrentada a otra “élite solapada”, ambas detentando similar poder. “Solapar”, según el Diccionario de la Real Academia, es “ocultar maliciosa y cautelosamente la verdad o la intención”. Hofstetter no dice cómo detenta el poder la élite original, pero sí cómo lo hace la encubierta que se destapa con paros y movilización callejera.

Mauricio Rubio afirma que el malestar social es inducido por la envidia de los que ya han logrado conquistas contra los que tienen más que ellos. Reduce el problema a un plano individual: “La persona envidiosa vive insatisfecha y siempre quiere más. Al darle gusto, se crea un círculo vicioso que retroalimenta un estado de frustración perpetua y tóxica”. Se trata de malcriados.

A ninguno le parece grave que las poderosas corporaciones de la banca, el comercio, la agricultura, la ganadería y la industria mantengan una influencia política decisoria en todas las instancias de gobierno. De hecho, podemos definir al Estado colombiano como corporativo: los grandes grupos económicos y los contratistas de obras, que frecuentemente coinciden, financian las campañas políticas y detentan indirectamente el poder del Estado. Es un sistema que se legitima mediante el voto universal y una limitada competencia partidista.

No alcanzamos a entender las reivindicaciones políticas, que son las que impulsan las movilizaciones: la traición a la paz del Centro Democrático, que logró elegir a un presidente disfrazado de paloma; el renegar por parte de la clase política de la consulta contra la corrupción, apoyada por 11,5 millones de ciudadanos; la desprotección de los líderes sociales y de las comunidades indígenas y afros; la reforma tributaria que profundizó la desigualdad (aunque el nuevo proyecto introdujo algunas medidas “sociales” disuasivas); las reformas pensional y laboral que quedaron congeladas a raíz de las protestas; el incumplimiento del Gobierno de los compromisos presupuestales frente a la movilización estudiantil de 2018; el precario apoyo a la ciencia y la tecnología, y sigue un largo etcétera.

La gran cantidad de reivindicaciones en el pliego es fiel reflejo de la multitud de intereses que confluyeron en este gran malestar social que se expresó con cada vez mayor fuerza, primero en las elecciones locales y después en la calle. Es irreflexivo exigirles a estos colectivos que organicen a la mitad de la población colombiana que yace en la informalidad y que además la representen. Los tecnócratas nos lamentamos de tanta desigualdad, pero, si acaso, organizamos las enclenques políticas sociales del Estado que están lejos de resolver los problemas.

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