Ante la realidad de que Colombia está llena de coca y que, además, es responsable del 70 % de la producción mundial de la droga, ningún grupo político ha planteado que se toleren los enormes sembrados de coca, y sólo unos pocos reconocen que el país parece maniatado frente a este problema. Las alternativas existentes para erradicar o reducir los cultivos enfrentan grandes dificultades, cuya solución exigirá enormes esfuerzos, así como una buena dosis de destreza política y diplomática por parte del Gobierno.
La erradicación voluntaria a gran escala, como la prevista en los acuerdos de paz, hoy parece irrealizable. Esta iniciativa partía del principio de que el Estado –proveedor de subsidios, tecnología, vías terciarias e inversiones sociales– haría que los coqueros, en forma individual o asociativa, emprendieran voluntariamente otros cultivos. La realidad muestra, sin embargo, que no se trata de una negociación con campesinos. La hostil contraparte, en realidad, no son ellos, sino, directa o indirectamente, miles de hombres armados (Eln, disidencias, bandas criminales) que protegen un negocio multimillonario y en forma agresiva sabotean la sustitución con minas y balas.
Por su parte, la fumigación aérea con glifosato, en la que el Gobierno está empeñado, ha sido bloqueada por la Corte Constitucional y enfrenta serias objeciones de salud pública, así como la resistencia de distintos grupos sociales. Va a ser difícil que los jueces y los políticos permitan que se reinicie una fumigación masiva como la que se realizó hasta que fuera suspendida por el gobierno Santos. Es previsible, sin embargo, que, aun si los jueces flexibilizan en alguna medida su posición, este instrumento no recobre nunca la efectividad que tuvo en el pasado.
Ante esta situación, The Economist piensa que las autoridades, obstinadas en mostrar resultados ante Estados Unidos, se empeñarán en la sustitución manual forzosa, realizada por los militares, y concluye que, por este motivo, se avecina una guerra del Estado contra los cultivadores. Sorprende que esta revista no tenga en cuenta que la resistencia a la erradicación no proviene únicamente de los campesinos, sino, especialmente, de los grupos armados irregulares que se benefician con la coca.
De esta discusión parece claro que la estrategia contra la coca debe tener, en forma equilibrada, dos componentes. Por una parte, el militar, puesto que es necesario debilitar y acorralar a los grupos armados que se lucran con el narcotráfico para que se pueda emprender cualquier forma de erradicación, así como la efectiva destrucción de laboratorios, decomisos y, en general, la desarticulación de la cadena de valor de este negocio. Por otra parte, es indispensable activar políticas efectivas de desarrollo rural; es preciso avanzar en la construcción de vías terciarias y ofrecer servicios sociales y de asistencia técnica y económica a los cultivadores de las zonas coqueras.
Esta estrategia debe contar con el liderazgo del Gobierno para que, por medio de una amplia discusión pública, pueda obtener el respaldo de la ciudadanía en la solución de este complejo problema. Asimismo, es imperativo que le pueda explicar a la comunidad internacional la magnitud del desafío y logre el apoyo económico de los principales beneficiarios del sacrificio que se le exige a nuestro país.
Ante la realidad de que Colombia está llena de coca y que, además, es responsable del 70 % de la producción mundial de la droga, ningún grupo político ha planteado que se toleren los enormes sembrados de coca, y sólo unos pocos reconocen que el país parece maniatado frente a este problema. Las alternativas existentes para erradicar o reducir los cultivos enfrentan grandes dificultades, cuya solución exigirá enormes esfuerzos, así como una buena dosis de destreza política y diplomática por parte del Gobierno.
La erradicación voluntaria a gran escala, como la prevista en los acuerdos de paz, hoy parece irrealizable. Esta iniciativa partía del principio de que el Estado –proveedor de subsidios, tecnología, vías terciarias e inversiones sociales– haría que los coqueros, en forma individual o asociativa, emprendieran voluntariamente otros cultivos. La realidad muestra, sin embargo, que no se trata de una negociación con campesinos. La hostil contraparte, en realidad, no son ellos, sino, directa o indirectamente, miles de hombres armados (Eln, disidencias, bandas criminales) que protegen un negocio multimillonario y en forma agresiva sabotean la sustitución con minas y balas.
Por su parte, la fumigación aérea con glifosato, en la que el Gobierno está empeñado, ha sido bloqueada por la Corte Constitucional y enfrenta serias objeciones de salud pública, así como la resistencia de distintos grupos sociales. Va a ser difícil que los jueces y los políticos permitan que se reinicie una fumigación masiva como la que se realizó hasta que fuera suspendida por el gobierno Santos. Es previsible, sin embargo, que, aun si los jueces flexibilizan en alguna medida su posición, este instrumento no recobre nunca la efectividad que tuvo en el pasado.
Ante esta situación, The Economist piensa que las autoridades, obstinadas en mostrar resultados ante Estados Unidos, se empeñarán en la sustitución manual forzosa, realizada por los militares, y concluye que, por este motivo, se avecina una guerra del Estado contra los cultivadores. Sorprende que esta revista no tenga en cuenta que la resistencia a la erradicación no proviene únicamente de los campesinos, sino, especialmente, de los grupos armados irregulares que se benefician con la coca.
De esta discusión parece claro que la estrategia contra la coca debe tener, en forma equilibrada, dos componentes. Por una parte, el militar, puesto que es necesario debilitar y acorralar a los grupos armados que se lucran con el narcotráfico para que se pueda emprender cualquier forma de erradicación, así como la efectiva destrucción de laboratorios, decomisos y, en general, la desarticulación de la cadena de valor de este negocio. Por otra parte, es indispensable activar políticas efectivas de desarrollo rural; es preciso avanzar en la construcción de vías terciarias y ofrecer servicios sociales y de asistencia técnica y económica a los cultivadores de las zonas coqueras.
Esta estrategia debe contar con el liderazgo del Gobierno para que, por medio de una amplia discusión pública, pueda obtener el respaldo de la ciudadanía en la solución de este complejo problema. Asimismo, es imperativo que le pueda explicar a la comunidad internacional la magnitud del desafío y logre el apoyo económico de los principales beneficiarios del sacrificio que se le exige a nuestro país.