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Estudié en un colegio que tenía su cancha de fútbol en una falda, con una portería arriba y la otra abajo. No era muy pendiente, pero su inclinación bastaba para que perdiera el equipo que estaba abajo. Para compensar esa inequidad cambiábamos de portería en el segundo tiempo.
La cancha inclinada (y sin cambio de portería) es una buena metáfora de la sociedad colombiana: a unos les toca más duro que a otros y por eso pierden. Algo de eso es inevitable, porque está en la naturaleza humana: algunos son más inteligentes, más empeñados, más talentosos que otros y por eso les va mejor. Pero las grandes desigualdades no vienen de los genes sino de la sociedad misma, de la manera como está organizada la vida colectiva. En Colombia la clase social y la geografía salvan o condenan: no es lo mismo, por ejemplo, ser mujer indígena, pobre y campesina de una vereda perdida en el departamento del Cauca, que ser hombre blanco, rico y domiciliado en el barrio Rosales de Bogotá. El bogotano puede ser un imbécil y la caucana un genio, pero muy probablemente el primero ascenderá socialmente a pesar de su incapacidad y la segunda nunca prosperará a pesar de sus aptitudes. El costo que paga una sociedad como la nuestra se mide en cifras muy elevadas de líderes en potencia que nunca llegan a serlo y de mediocres irredimibles que nos gobiernan.
Para atenuar las desigualdades se inventaron las reglas de juego, como la que exige el cambio de portería. Toda sociedad debe hacer algo por el estilo. Para eso se creó el principio constitucional de la igualdad de oportunidades, el cual se materializa, entre otras cosas, en el derecho a recibir una educación de calidad.
En Colombia estamos particularmente lejos de garantizar ese derecho. Aquí predomina un apartheid educativo: cada clase social estudia por separado y recibe un servicio diferente. Los ricos con los ricos en buenos colegios y los pobres con los pobres en malos colegios. Estoy simplificando, pero no demasiado. Es verdad que, en la última década, la cobertura educativa se ha ampliado, pero sin aumento de la calidad y en medio de la segregación social. Cuando yo estudiaba en el colegio de la cancha inclinada, en los años 70, el hijo de un campesino o de un artesano que lograra terminar el bachillerato ascendía a la clase media. Hoy, para lograr ese mismo objetivo, necesitaría entrar a un colegio de calidad, por lo general privado y costoso.
La educación pública, gratuita y buena es el principal nivelador de la cancha: ofrece a todos la misma preparación para enfrentar la vida profesional y, además, junta a los niños de todas las clases sociales, a lo largo de muchos años, para inculcar en ellos cultura ciudadana, espíritu de convivencia e igualdad. En Colombia, los ricos y los pobres no solo reciben formaciones distintas, sino que nunca conviven; nunca se relacionan como iguales. Sobra decir que, para efectos democráticos, este desencuentro es algo muy grave.
El jueves pasado salí a marchar (justo antes de escribir esto) para protestar contra el apartheid educativo que impera en Colombia. Lo hice como ciudadano, no como representante de ningún grupo político, educativo o gremial. También lo hice para defender la paz y exigir que este Gobierno cumpla con los acuerdos. En medio de la guerra no hay equidad ni progreso posible; es como un partido de fútbol que tiene un par de jugadores matones que aporrean a sus adversarios sin que el árbitro haga nada. Así tampoco se puede.