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Como esta denuncia aspira a ser útil, me perdonarán que hable de un caso personal y abunde en detalles, pues son los que le dan sentido a lo que narro.
Dicen que cada uno habla de la feria según le va en ella. Y a nosotros nos fue pésimo. El 15 de marzo citaron a vacunación a mis padres, de 94 y 98, con severas dificultades de movilidad y después de un año de encierro estrictísimo y sin ver a nadie, porque a todos nos produce pánico la muerte inhumana en una UCI. La EPS había dicho que antes de un mes y medio era imposible una vacuna a domicilio, así que concurrimos a la convocatoria de la IPS, Cafam de la Floresta, una caja de compensación con años de experiencia en salud y unas instalaciones enormes. Todo prometía eficiencia y seguridad. La cita era a las 12 y llegamos a las 11:30. Y lo que encontramos fue esto: el anciano que no puede caminar desde el parqueadero debe apearse sobre la 68, atravesar unos 20 metros de acera –así llueva, truene o relampaguee– y subir unas escaleras –¡háganme el favor!– o una rampa repleta de gente reclamando medicamentos, y dirigirse al tercer piso por ascensores que van llenos de pacientes de toda índole. Para los definitivamente incapacitados, como mi madre, está la puerta de emergencias, donde proporcionan sillas de ruedas. La vía de ingreso es tan estrecha que, si hay más de una ambulancia, como no hay giro, estas deben salir ¡en reversa!, lo cual demoró nuestro ingreso. Al llegar, a las 11:50, lo que vimos era inverosímil: contra la ventanilla donde se surte el paso del consentimiento informado, se agolpaban unas 15 personas sin la más mínima distancia. En el largo pasillo de escasísima ventilación –y esta es tal vez la queja más importante, porque viola todos los protocolos–, donde deben esperar los pacientes con sus acompañantes, había unas 30. Y vamos casi en 50. En la pequeña sala abierta donde esperan para supervisión los ya vacunados, a mitad del pasillo, podía fácilmente haber 15. A mi padre lo vacunaron a las 12:20; a mi madre, a las 12:40. Contando el tiempo de recuperación, al salir habíamos permanecido en un recinto cerrado y con más de medio centenar de personas –un aforo similar al de una discoteca– aproximadamente hora y 20 minutos.
Que una entidad de salud ponga en riesgo de contagio y muerte a los ancianos que se desplazaron con mil dificultades es una afrenta a su dignidad. Y una irresponsabilidad. Más aun tratándose de una caja de compensación con experiencia y poder económico. Pero sucede que en casos así solemos pensar que, aunque nos maltraten, debemos estar agradecidos de que nos dieron alguito. Y no protestamos.
Sé que otras entidades lo están haciendo muy bien. Pero me pregunto cuánta gente estará padeciendo congestiones como las de Cafam. Cuando yo, con toda la decencia de la que fui capaz, me quejé con las enfermeras (cuatro, muy amables, dentro del consultorio de vacunación; una sola vacunaba) ellas me consolaron: “Sí, se han quejado mucho. Pero no se preocupe. Son todos pacienticos que no tienen COVID”. Ajá. No me quiero ni imaginar cómo será ahora que pueden ir sin cita, una medida que evidencia que no lograron agendar, pero que el Gobierno quiere, a toda costa, llegar a las cifras prometidas.