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Estamos en nuevos tiempos, y ojo que lo dice quien aquí mismo, hace apenas una semana, no supo ver esto o al menos no previó la dimensión del cambio que traía bajo el brazo Claudia López, hoy flamante alcaldesa electa de Bogotá. Mis felicitaciones a ella —no soy el único en darlas a posteriori—. Tuvo una estrategia propia, hizo a un lado muchos consejos de seguro inadecuados y ganó. Espero, como muchos bogotanos, que nombre un gabinete de lujo y logre una alianza en el Concejo, la cual, dada la fuerte presencia del Partido Verde allí, luce muy viable.
Cualquiera sabe que lo que viene no estará libre de tramos culebreros ni de retos, pues un signo muy claro de estos nuevos tiempos es lo impredecible. Por algo en el sur del continente la gente puso en jaque al supuesto milagro chileno, jaque que todavía no es mate, pese a las ilusiones de algunos. Aquí y allá retarán a Claudia en su autoridad los eternos impacientes, quienes creen que las cosas se deben poner patas arriba de una para que haya cambios de fondo. Ya se verá si lo suyo es ejercer la forçe tranquile, de la que hablaba Mitterand, o si la gente en las calles le hará la vida imposible.
Tan trascendental, o más, que lo de Bogotá fue lo del resto del país. En términos generales el uribismo sufrió una inmensa derrota, que incluso pone en cuestión la supervivencia del Centro Democrático como partido. En Medellín eligieron a Daniel Quintero, contradiciendo todas las encuestas que daban por ganador a Ramos, el alfil uribista. En Cartagena ganó Jorge Dau, contra las maquinarias y contra los pronósticos, y en Cali se alzó con la victoria el popular pero cuestionado Jorge Iván Ospina, hijo de Iván Marino Ospina, antiguo jefe guerrillero del M-19. Claro que las maquinarias, unas muy oxidadas, otras más modernas, prevalecieron en varias partes, si bien en términos generales hubo una notable renovación política, que promete continuar, sin que haya ninguna garantía de que a A o B las cosas les salgan bien. Eso sí, los efectos del domingo pasado se verán en las elecciones presidenciales de 2022.
Pica en punta en ellas Sergio Fajardo. Al menos tiene las de ganar en Bogotá, dado su muy eficaz apoyo a Claudia López. Ya veremos cómo plantea su relanzamiento en otras partes del país, sobre todo en las dos costas, donde se hundió su candidatura en 2018. En contraste, Petro no la pasó bien, aunque anda muy atareado en convencernos de lo contrario.
Los partidos tradicionales, como se vio con el apoyo dado a Miguel Uribe Turbay en Bogotá, también salieron malheridos el domingo. Sin embargo, para poderlos enterrar con dignidad, tendrían que surgir y consolidarse unos nuevos. Dicho de otro modo, ojalá la personalización actual de la política sea temporal. Para que los nuevos tiempos sigan siendo nuevos mañana, se necesita que surjan, por lo menos, listas alternativas al Senado y la Cámara y que reciban muchos votos. De ahí podría arrancar algo perdurable.
Es casi una perogrullada decir que los movimientos de masas grandes e intempestivos —como los de Chile o Ecuador— no son garantía de un cambio sostenido, ni mucho menos benéfico. La Primavera Árabe, para dar un ejemplo dramático y reciente, sirvió apenas para cambiar unas dictaduras por otras. Sí es cierto que el fenómeno ocurrió en países sin tradición democrática. En nuestro subcontinente la hay, aunque precaria y largamente manipulada. Ya veremos si instalamos en América Latina una evolución más virtuosa.