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No parece descabellada la conjetura. El salvavidas que Iván Márquez le tiende a Uribe con su regreso a las armas no es sólo el disparate que mereció el repudio de un país hecho ya al valor de la paz. Sugiere también acuerdo tácito entre enemigos que se necesitan en la arena de la propaganda: el disidente, para presumir de héroe de la revolución (que busca por decreto y sin uribistas faltones en el camino), aunque rodeado de maleantes que alternarán narcotráfico y golpes contra la oligarquía. En la otra orilla, el senador recupera al enemigo providencial: Lafar. Enana ahora, temible otrora, pero Lafar, al fin, vocablo de probada eficacia para aconductar rebaños en el miedo, a cuya sombra se forjó Uribe como adalid de una guerra atroz en gobiernos de mano dura y corazón de piedra. Dos vanidades, miles de muertos.
Le llega el salvavidas a un mes de su comparecencia ante los jueces que lo investigan por presunta manipulación de testigos en un caso de creación de grupo paramilitar. Podrá alegar el indagado que aquella disidencia prueba la inoperancia de la justicia y derivar de allí un intento para deslegitimar a la Corte Suprema. A dos meses de elecciones en las que el expresidente aspira a reducir su impopularidad conspirando contra la JEP, alcahueta de guerrilleros; y proponiendo “sacar” de la Constitución el tratado de paz, libelo maldito de la trinca Santos-Farc. E incitando a la guerra en arengas incendiarias, como la del pasado sábado en Medellín. Con voz segunda del presidente que así desnaturalizaba su inicial respaldo a los 11.000 reinsertados, mientras cientos de miles de colombianos contienen en los territorios el aliento ante un eventual regreso del horror. Verbo de fuego que interpreta a una minoría agazapada en su caverna, en trance permanente de defender patrimonios de dudoso origen mandando al frente de batalla a los hijos del pueblo, no a los suyos.
Justificó Márquez su involución en la traición del Estado a los acuerdos de paz. No le falta razón. Humberto de la Calle, jefe de la comisión negociadora, apunta: “una y otra vez le dijimos al Gobierno que sus ataques permanentes al proceso y los riesgos de desestabilización jurídica que conllevaban podían llevar a varios comandantes a tomar decisiones equivocadas”. Recordó las objeciones que el mismísimo presidente hizo a la Ley Estatutaria de la JEP y la ofensiva del Centro Democrático para reformar los acuerdos, hasta llegar a la coyuntura perfecta en que pudiera el uribismo disparar contra ellos.
Asegurar la reintegración de los guerrilleros es apenas la cuota inicial de las reformas acordadas para la sociedad colombiana. Lentitud hay aquí, pero en reformas rural y política, en sustitución de cultivos y curules para las víctimas, el balance es nulo. Mas, sin los cambios de posconflicto queda la paz a tiro de fusil. Márquez debutó en respuesta desesperada que amenaza con transformar la discusión sobre el desarrollo de los acuerdos en debate sobre su conveniencia o inconveniencia. Volveríamos al punto cero, edén de Uribe.
A la torpeza que informa la decisión de volver a la guerra, hay que agregar la inducción de este desenlace por la ultraderecha y su gobierno. Aunque Colombia es otra. La paz se ha naturalizado como derecho en una ciudadanía hastiada de violencia, corrupción y líderes con prontuario. La disidencia de Márquez es remedo de las viejas Farc: carece de capacidad militar, unidad de mando y control de territorio. Tampoco Uribe es el que fue: su rechazo en la opinión alcanza el 61 % y su partido, que es caudillista, resiente el golpe. Convergentes en la debilidad, Uribe y Márquez no ofrecen el peligro que un día representaron. Pero ambos empollan el huevo de la serpiente.