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El miedo ha sido una emoción recurrida por el poder para continuar mandando. Con la propaganda y otros aspavientos, se anuncia por ejemplo que hay que tener cuidado con el comunista, con el rojo, con el que discrepa, con el ateo, con el vago, con el peludo y el barbado. Se estigmatiza. Ha sucedido en diversos procesos de aquí y allá, digamos en el lavado de cerebro que Woodrow Wilson hizo al pueblo estadounidense con el miedo a los alemanes para forzar la declaratoria de guerra. O en las invenciones uribistas sobre una mazamorra vinagre denominada “castrochavismo”.
¡Cuidado con los que piensan! ¡Alerta con el lector! ¡Ojo, ese es poeta! Y se alimentan miedos peores, difundidos por las cúpulas poderosas, para que los sometidos sigan obedeciendo. Modos fabulescos de dominar el rebaño: “¡viene el lobo!”. Es más: si los pisoteados aman su condición bajera, pues mejor. ¡Alerta con ese o esa que gustan de la repulsa y la movilización! Y el uso dirigido del miedo impone su ley.
Y a los miedos ideológicos, religiosos, de táctica política, se incorporan otros, que los concretan los mocha-cabezas, los que saben hacer el corte de franela, los chulavitas, la chusma, los “pájaros”, los que son capaces de abrir el vientre de la embarazada y extraer el feto para que ni la una ni el otro de pronto vayan a engrosar la oposición. Y como se requiere expropiar las mejores tierras, hay que masacrar, decir que es un movimiento para limpiar el territorio de cuatreros, o de insurrectos, o de los que podrían apoyar al sedicioso en cualquier momento.
Y así como la Inquisición impuso sus miedos a las brujas (mujeres sabias), a los experimentadores, a quienes se sacudieron de las supersticiones, a la ciencia, además de las llamas “purificadoras” para expurgar pecados y encaminar a los transgresores al paraíso (pasando, claro, primero por el purgatorio), hubo otros poderes —menos celestiales— que aprovecharon el matrimonio religión y política. Cabalgaron sobre la ignorancia de las muchedumbres y consolidaron su dominio.
Colombia ha sido tierra propicia para la expansión del miedo como un mecanismo controlador. Y así como en algún momento era propicio esparcir por montes y cañadas la aparición del jinete sin cabeza y otros endriagos, sobre todo para poder aumentar propiedades y correr alambradas y mojones, también lo sigue siendo el miedo ya no tan metafísico, sino muy material. El que usa las motosierras, el degollamiento, el jugar fútbol con las cabezas de las víctimas y un vasto repertorio de inagotables atrocidades.
Miedos históricos, como el promocionado por monseñores contra los liberales, a los cuales no solo se les aherrojaba con las cadenas del señalamiento, sino que era permitido, sin que fuera pecado, “darles en la cabeza”. Miedos históricos como los establecidos en la Colonia, por ejemplo, contra los comuneros y su líder Josef Antonio Galán, cuyo cuerpo troceado se distribuyó para el escarmiento colectivo en distintas coordenadas. Miedos como los promovidos por las mafias y sus “toques de queda” o los muy comunes en las décadas de los ochenta y noventa del siglo pasado en los campos colombianos, con el desplazamiento forzoso.
Hay que matar, desaparecer, arrojar de helicópteros, convertir a campechanos en NN; hay que hacer pasar por guerrilleros a muchachos desempleados, inducidos, engañados. Los espantosos y repudiables “falsos positivos”, crímenes de Estado para hacer ver como muy provechosas y efectivas ciertas políticas oficiales. Y como telón de fondo del horror, las distintas estructuras del miedo se vuelven método disuasivo. No proteste, no alce la voz. Acepte y resígnese. Le va mejor si calla, parece ser la esencia de lo que el poder pretende con su propaganda (control mental) y con acosos físicos y otras brutalidades.
Hay otros miedos, aprovechables desde la perspectiva del poder. Y son los de la pandemia. Más que un interés por la salud pública, por la preservación de la gente, en un país como Colombia, que precisamente no ha privilegiado ni la educación, ni la cultura, ni el bienestar colectivo, son muy visibles los despropósitos oficiales y hasta la burla que se hace de los desprotegidos. Se les amenaza con más impuestos, sin mediar la mejora de las condiciones de vida. Al contrario, cada vez son más los factores de empobrecimiento masivo.
La propalación de los miedos (sí, propiciar el miedo al contestatario, al que no traga entero, al que enarbola las banderas de la libertad y la dignidad) es un antiguo engranaje que el poder engrasa y que trasciende el panóptico. No solo vigila y castiga. También puede borrar al contrincante. El ejercicio del poder en Colombia, que se ha lumpenizado, se parece más a una bárbara “casa de pique” que a una expresión de la democracia.
Se sabe que ha habido esclavos que aman sus grillos y cadenas. El poder busca con todas sus tropelías y patrañas que el doblegado llegue a degustar con fruición el miedo a la libertad.