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En los orígenes de la democracia liberal inglesa, el parlamento vigilaba el comportamiento y el gasto del ejecutivo para evitar el abuso de su poder, asegurar el uso pulcro de los recursos públicos y dotar de racionalidad a la organización del Estado.
La contraloría jugaba así un papel fundamental en la división de poderes y en el control mutuo, los llamados frenos y balances que son necesarios para la buena y justa marcha del conjunto estatal.
En la tradición anglosajona, las contralorías son dirigidas por personas calificadas como economistas o administradores, cuyas candidaturas surgen de comisiones multipartidistas del parlamento o del senado y entre las cuales el primer ministro o el presidente nombran por largos períodos, de 15 años en el caso norteamericano y sin posibilidad de reelección. Se trata de un proceso en el que todos los participantes acuerdan dejar la política por fuera. Son entes técnicos al servicio del congreso que prepara cuidadosos informes financieros de la gestión del ejecutivo y supervisan su contratación.
En 1923 la misión Kemmerer propuso la creación de la Contraloría colombiana, junto con el Banco de la República y la Superintendencia Bancaria, como la triada sobre la cual se montaba el sistema financiero y las cuentas fiscales, permitiendo que el país y el gobierno fueran sujetos de crédito internacional.
Siguiendo el modelo de Estados Unidos, pero con menor injerencia de la Presidencia, se dejó en manos del Congreso su elección. Kemmerer consideró que el poder presidencial en Colombia era excesivo y le restó influencia en el nombramiento del contralor; por la misma razón, dejó sin voto a sus representantes en la junta directiva del Banco de la República.
El poder Legislativo siempre ha sido débil y clientelista, demasiado dependiente del Ejecutivo, razón por la cual la Contraloría nunca tuvo dientes. Esto fue especialmente cierto durante el Frente Nacional, cuando se volvió un peaje para que el Gobierno pudiera ejecutar su gasto. El contralor se volvió así bastante poderoso pero más corrupto aún que los que vigilaba. Hubo al menos tres contralores, de los que me acuerdo, que terminaron en la cárcel por enriquecimiento propio o a favor de terceros.
Los constituyentes de 1991 introdujeron el concepto de control previo y debilitaron el poder de veto del contralor, pero eso no impidió que se volviera un ente dotado de una numerosa burocracia de casi 4.100 funcionarios que resulta atractiva para cualquier político. La nominación y elección del contralor se tornó en un complejo intercambio de favores entre las tres cortes de justicia principales que nominan una terna sobre la cual vota el Senado. Sale elegido el que más puestos ofrezca a los senadores y a los magistrados que lo postulan. En este sistema es poco probable que se escoja una persona calificada y honesta, aunque casos se han dado.
Hoy en día y según sus propias palabras, la Contraloría “es el máximo órgano de control fiscal del Estado. Como tal, tiene la misión de procurar el buen uso de los recursos y bienes públicos y a la modernización del Estado, mediante acciones de mejoramiento continuo en las distintas entidades públicas”.
Lo que podemos concluir es que la Contraloría no sirve para vigilar el buen uso de los recursos públicos, es un lastre para la modernización del Estado y deteriora el comportamiento de sus instituciones.