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El mundo donde los roles de género son utilizados como herramienta biopolítica para controlar a la mitad de la población, léase a las mujeres, y para discriminar a las personas LGBTI+ se acabó. La condición femenina, libre de la imposición reproductiva que por miles de años configuró su destino en centenares de sociedades, explota con un poder cultural equivalente a la bomba atómica o el cambio climático, tal vez porque se necesita esa intensidad y simultaneidad para liderar las transformaciones que exije un mundo confrontado con su propia extinción, donde precisamente ha sido la demografía cruda, contrapuesta a las cualidades de la crianza con sentido, la que ha generado una huella ecológica impagable y el desplazamiento de casi todas las demás formas de vida del planeta.
Hay que aclarar siempre que esa revolución de lo femenino no se basa en la ratificación de ningún hecho anatómico o condición biológica, ni hormonal, ni fisiológica, propiedades específicas y muy heterogéneas de todos y cada uno de los cuerpos con los que por ahora habitamos el mundo. Lo mujer, para ser claros, proviene precisamente de la experiencia milenaria de la exclusión, de la acumulación de violencias, de la reclusión obligada y su reducción al servicio. Pero mujeres somos por voluntad propia, inspiradas en el poder histórico de lo femenino y su erotismo, que se devuelve con toda su potencia ante quienes nos lo entregaron con expectativa de tenerlo siempre a su disposición y que hoy se despliega para traer nuevos significados a un mundo que solo puede transitar al futuro de la mano del amor, no idealizado ni pasteurizado sino lleno de pasión y materialidad.
Paridad ya, reclamamos para todos los cuerpos colegiados y entes de gobierno, porque no existe ninguna razón válida para seguir pretendiendo que la popularidad, cimentada como un proceso discriminatorio, siga negando el acceso proporcional y justo de las mujeres al ámbito de las decisiones. Porque acá la noción de meritocracia plantea un camino con unas reglas que provienen de los mismos que han utilizado sus perspectivas sesgadas para llenarlo de espinas. Porque nunca habrá una cancha justa en la que jugar si no se asume una perspectiva ética mínima de la participación de la mujer, que por demás sólo puede traer ventajas: peor no será.
Paridad ya, no como un acto condescendiente, sino como reconocimiento de una deuda social gigantesca y, sí, como una forma de cuestionar las instituciones, sus jerarquías, sus procedimientos, su racionalidad, todas masculinas. Paridad ya, no como un acto progresivo de acomodamiento y cooptación. Paridad ya, porque las diferencias de género no pueden construirse sobre los argumentos tradicionales: más bien, en esa explosión de lo humano habrán de reconfigurar por completo la categoría, para que haya cien géneros o ninguno, pues lo que importa no es el control de la reproducción ni de la sexualidad, sino su proyección hacia la sostenibilidad.
Paridad ya es un llamado a los partidos a que presenten listas proporcionales en las próximas elecciones, y al Congreso mismo a que se reforme como un gesto mínimo de justicia democrática. Seguramente muchas serán elegidas aún con las identidades convencionales que a menudo conllevan el virus del patriarcado, pero nunca sin la capacidad de autocrítica que las mismas mujeres de esta era han desatado: libertad y feminidad, una convergencia cada vez más poderosa.